Después de lo sucedido en el Consejo Nacional Electoral (CNE), el hecho de que no podamos confiar en el desarrollo limpio y transparente de un proceso electoral es un golpe mortal a la legitimidad social de nuestra ya poco creíble democracia. Pero todo se vuelve más grave cuando, luego de algunas semanas, uno se detiene a preguntar: ¿realmente qué pasó en el Consejo Nacional Electoral? La respuesta es un enorme conjunto vacío. Y más signos de interrogación.
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Parece claro que las organizaciones políticas presentaron firmas falsas o inválidas, pero no está claro cuáles ni cuántas. El CNE se ha contradicho y ha presentado cifras distintas. Su información no cuadra con la de las organizaciones políticas y el procedimiento de verificación que no fue público ni transparente. De todos modos, si se demuestra que un partido falseó la firma de un ciudadano, ello deberá ser investigado y sancionado a través del sistema penal.
Lo que hasta ahora no se explica es cómo desaparecieron las firmas que sí se presentaron al CNE. Ni cómo constan personas en partidos y movimientos que no se inscribieron, como RED. Tampoco está claro cómo algunos políticos líderes de sus respectivas organizaciones no aparecen en ellas o salen afiliados a otras. ¿Por qué el CNE no explica esto al país? ¿Qué oculta?
Tampoco está clara la solución jurídica que se ha dado a este caso, con una resolución del CNE que amenaza con invalidar la aprobación de organizaciones políticas ya inscritos, sin ninguna base constitucional o legal. Lo cual revela un absurdo, que subyace al fondo de este lío: la exigencia de un porcentaje mínimo para que un partido o movimiento político participe en las elecciones. ¿No sería más sencillo que, con o sin dicho porcentaje, las organizaciones puedan competir y sea el pueblo quien decida a cuál respaldar? ¿Y no sería esa convalidación popular la solución menos mala para este callejón sin salida?
La principal causa de la falta de credibilidad que deslegitima todo este proceso electoral es que, a estas alturas, no tengamos ninguna respuesta razonable a todas estas cuestiones. Y, lo que es aún peor, que sea imposible confiar en el único organismo capaz de despejar esas dudas: el CNE. No hay cómo creer seriamente en el procedimiento de revisión de firmas. Tampoco en el sistema informático del CNE. Ni tampoco hay cómo creer en la imparcialidad de los vocales del CNE, cuando no es ningún secreto que está políticamente controlado por Alianza País y su agenda institucional es marcada por las declaraciones públicas del Presidente Correa, que es el principal actor de las próximas elecciones.
Entonces, nos quedamos con la frase de Sócrates: solo sé que nada sé. Pero aún desde la ignorancia ciudadana, vale la pena analizar los diferentes discursos políticos que se han expuesto al país como reacción a este escándalo.
Por un lado, la oposición utiliza el control político del oficialismo sobre el CNE para culpar a Correa de lo sucedido, argumentando que Correa tiene un difícil panorama electoral —aunque todas las encuestas le dan una holgada diferencia sobre los demás candidatos— y por ello busca lesionar la imagen de los demás partidos y movimientos. Por otro, Correa afirma que no tendría interés ni en reducir el número de organizaciones políticas —porque más le conviene una oposición fragmentada— y que solo la oposición podría tener interés en perjudicar o retrasar unas elecciones donde Correa ganaría cómodamente.
Ambas versiones tienen cabos sueltos. Es verdad que Correa goza de una alta posición en las encuestas, pero también es cierto que algunos candidatos podrían dificultarle una victoria en primera vuelta. Si bien a Correa le conviene, en principio, una oposición fragmentada, eso no se aplica a todos los candidatos: por ejemplo, que Alberto Acosta participe en las elecciones no necesariamente divide el voto de la oposición, sino que le resta votos a Alianza País. Por su parte, si la oposición tiene motivos para entorpecer las elecciones, resulta en cambio inverosímil que haya podido manipular a un CNE totalmente controlado por Correa. Y si Correa estuviera detrás de todo, ¿cuál sería su objetivo? Guillermo Lasso va segundo en las encuestas, pero CREO sí pasó la verificación de firmas. Hasta ahora, solo el PRE, el MPD y Pachakutik deben completar firmas. ¿La idea era atacar a Acosta y Abdalá? ¿Realmente son una amenaza fuerte para Correa? ¿O se busca atacar a las figuras nuevas, pero hasta ahora inofensivas, de Fabricio Correa y Mauricio Rodas, cuyas organizaciones (Equipo y SUMA) estaban pendientes de aprobación justo cuando estalló el escándalo? Si a todas estas dudas sumamos que tanto el oficialismo como la oposición —así como el mismo CNE— tendrían enormes motivos para mentir (sea para encubrir un boicot electoral o desviar la atención sobre sus propias firmas falsas), el panorama es aún más complejo.
Queda, por último, otra pregunta fundamental: ¿qué hacer? En teoría, lo sucedido amerita la destitución de todos los vocales del CNE. ¿Pero es esa la mejor salida? ¿Hay que retrasar el día del sufragio? ¿O debemos abocarnos a una contienda electoral desacreditada de antemano? Más allá de los intereses políticos, ¿qué es lo mejor para el país?
Yo pienso que se debe cumplir a rajatabla el calendario electoral: lo contrario sería premiar a quienes fueron responsables de este escándalo. Y no se va a lograr un CNE imparcial destituyendo a los actuales vocales. Pero también es cierto que, con este incidente, ningún ecuatoriano puede sentirse tranquilo de tener elecciones limpias. Entonces, si no podemos confiar en el CNE ni en las organizaciones políticas, acaso la única esperanza esté en ejercer una auténtica presión ciudadana para vigilar de cerca la transparencia del proceso electoral. Eso implica que los ciudadanos dejemos la pasividad, nos organicemos y salgamos a defender nuestro derecho al voto. No veo otra forma de devolverle algo de legitimidad al futuro inmediato de nuestra democracia.
Héctor Yépez