Un público tímido lo recibe. Se apagan las luces y en el centro del escenario, justo donde los dos lados del telón se juntan, aparece. De pantalón blanco, camisa negra transparentosa y pelo gris, Gilberto Gil abre sus brazos y muestra su amplia sonrisa como saludando a todos los que lo esperamos en el Teatro Sucre. Aplausos tibios para un músico que no pierde el tiempo. Enseguida se sienta, agarra su guitarra y comienza a tocarla.
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Sentados, algunos permanecen estáticos, otros no pueden evitar mover poco un su cabeza o sus hombros, hay quienes golpean su pie contra el piso o sus dedos sobre el muslo. Lo hacen con mucha discreción. Todos queremos sentir y seguir ese ritmo bossa que el septuagenario cantante brasilero interpreta, pero pocos se atreven a demostrarlo.
No solo el rasgueo de su guitarra es hipnotizante. El tono de su voz que se ha mantenido durante la canción se transforma y Gilberto alcanza tonos muy agudos que sueltan los aplausos sorprendidos de quienes lo escuchamos. Cuesta entender cómo esos tonos tan altos son emitidos por él.
Culmina la primera canción con gracia. Un rasgueo fuerte de su guitarra y una actuación de quien termina algo con mucha actitud buscando complicidad en quienes lo escuchamos. El público lo aplaude pero no chiflea. En un español bastante claro dice que le llena de alegría estar de nuevo en Ecuador, que ya había venido, que el hizo en su etapa “gubernamental”. Además de interpretar forró, bossa nova y reggae con la misma habilidad, Gilberto fue ministro de cultura por cinco años durante el gobierno de Luiz Inacio Lula Da Silva. Hoy se ríe recordando esa visita oficial y recalca que lo alegra mucho más hacerlo como músico.
En un escenario iluminado de azul, el músico intenta enganchar a su público que, de a poco, se va dejando. La gente ríe con sus pequeñas bromas y aplaude cuando presenta a su orquesta que lo acompaña. A su izquierda la guitarra, el violín y el violonchelo. Se enorgullece al presentar al guitarrista: “Bem Gil, mi hijo”. Y al público parece conmoverle el vínculo musical entre los familiares; lo aplauden entusiasmados. A su derecha, aislado con un biombo transparente, está Gustavo de Dalva. Es difícil nombrar todos los instrumentos que tiene enfrente pero Gilberto recuerda que combina los artesanales con la casa de las máquinas electrónicas, refiriéndose a los sintetizadores e instrumentos que considera modernos. En su música combina lo tradicional con lo contemporáneo, diversifica géneros e los idiomas: sorprende cantando una canción en español, otra en inglés y otra en francés.
Su guitarra y voz en la siguiente canción son acompañadas por el cajón. Ese cubo en el que Gustavo está sentado y golpea genera una percusión que motiva al público a aplaudir. Son palmadas rítmicas que siguen los golpes del músico. El ritmo se acelera y Gilberto vocifera un coro que invita a repetir. “Alapalá” expresa y con sus brazos pide que lo sigan. Algunos animados contestan pero él les pide “más fuerte”. Gilberto quiere ser parte de su público o quiere que el público sea parte de él.
Un momento su banda lo deja solo en el escenario, la luz se vuelve más azul. La melodía y el color que lo ilumina entristecen el ambiente. Nada queda de su voz aguda que recién gritaba monosílabos que la gente respondía, la canción es acompañada por un tono mucho más grave, pero igual de agradable. Gilberto no solo eleva o disminuye drásticamente su tono sino que mantiene una sílaba por tanto tiempo, con potencia, que se asemeja al canto de un monje tibetano. El público está cada vez más convencido de su don con la música. Parecería que no hay reto que él se haya propuesto que no haya cumplido.
Como gran músico reconoce a sus grandes referentes. Nombra a Luis Gonzaga, Caetano Veloso y Jimmy Hendrix e interpreta canciones de cada uno de ellos. Los asistentes responden cada vez mejor. Él ya no tiene que pedirles que secunden sus palabras u onomatopeyas sino que lo hacen incluso cuando no deberían. El sonido dentro del teatro es penetrante.
Eh eh eh. Ah ah ah. Grita Gilberto mientras alza los brazos animando a aquellos que aún no han movido su pierna, ni su cuello, ni su cabeza, ni sus dedos. El músico lanza gritos que se asemejan al de un lobo aullando, pero un lobo con una increíble voz que se escucha igual de maravillosa en cualquier tono que la interprete.
Una hora y media después de cantar y tocar su guitarra en idiomas, géneros y tonos diferentes, Gilberto abandona el escenario igual de sonriente y carismático que como llegó. No tarda en regresar para cantar unas cuantas, esas cuantas que el público parece apreciar más porque ha reconfirmado que el músico que vino a ver esta tarde de domingo es sencillamente uno de los más influyentes en la música folclórica y popular de Brasil.
Cuando se vuelve a ir el público se pone de pie, no deja de aplaudir, chiflea y grita agradeciendo que un grande de la música haya compartido casi dos horas en un espacio donde su voz e instrumentos de sus músicos conectaron con ellos.
*El ensayo gráfico del concierto, de autoría de Pablo Cozzaglio, acá
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