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Recordemos el ojo detrás de una lente que se cierra en El hombre de la cámara de Dziga Vertov, o la infancia de Kane encerrada en una bola de cristal que se rompe en mil pedazos en Ciudadano Kane de Orson Welles, o la explosión de una casa desde ocho puntos de vista distintos que luego se convierte en explosiones individuales de objetos, alimentos, libros, una detonación de la basura humana en Zabriskie Point de Antonioni, o la flor que se transforma en una vagina feroz, un monstruo que se traga a otras flores en Pink F loyd The Wall de Alan Parker, o el hueso que gira en el aire y se transforma en un satélite en 2001: Odisea en el espacio de Kubrick, o la unión de los rostros de Bibi Anderson y Liv Ullman en Persona de Bergman, o los cuerpos jóvenes y sanos de dos amantes desnudos interrumpidos por las imágenes de los cuerpos deformados de las víctimas de Hiroshima y Nagasaki en Hiroshima mon amour de Resnais; cualquiera de estas escenas —o, en algunos casos, conjunciones de escenas— nos remiten a figuras retóricas mejor conocidas desde el lenguaje y la literatura. Hablo de, por ejemplo, la sinécdoque, la metáfora, el símil, la alegoría, la aliteración, y muchas otras desde las que se podría poner ejemplos del cine, es decir, ejemplos visuales, auditivos, y no escriturales.

Las figuras retóricas son juegos del lenguaje —o de la imagen, que también es un lenguaje— en los que se incorpora un proceso mental ya sea de comparación (símil), de definición por comparación (metáfora) o de reducción del sujeto-objeto a una parte de su totalidad o viceversa (sinécdoque). Este proceso conduce a un trabajo de interpretación, decodificación, por parte de un receptor. No es gratuito que compare al cine y a la literatura a partir de las figuras retóricas que comparten; después de todo los juegos visuales construidos por el cine desde la imagen se realizaron antes en la literatura, un arte más viejo, con imágenes representadas por palabras. Me gustaría partir de esta relación para empezar a hablar sobre el cine ensayo, el cual ha sido entendido, también, gracias a la tradición literaria ensayística de escritores como Montaigne.

María Dolores Picazo, en su estudio introductorio a los Ensayos de Montaigne, diferencia el discurso ensayístico literario del especulativo y sistemático planteado por Kant en Crítica de la razón pura considerando como esenciales al ensayo literario —que tiene una tradición ingente en comparación con la del cine ensayo— la siguientes características: 1) La ausencia de unidad y uniformidad, 2) La reivindicación de la digresión, del pensamiento que salta de una reflexión a otra sin justificación alguna, 3) La inextricable presencia del yo como ente que reflexiona —y es aquí en donde podemos encontrar una diferencia importante entre el ensayo literario y la tesina o el documental y el filme ensayo—, 4) Su condición, no de círculo cerrado, sino de espiral, que lo hace infinito y que impide que exista en él un punto final. Adorno ha dicho que el ensayo “Piensa discontinuamente, como la realidad es discontinua, y encuentra su unidad a través de las rupturas, no intentando taparlas.” Luckács dijo que se trataba de un “pensamiento fluido, aporétido, inestable y pluriforme”. Musil, respecto al carácter autobiográfico del ensayo, expresó: “Un ensayo es la forma definitiva e inmutable que la vida interior de una persona da a un pensamiento categórico”.

El film ensayo se diferencia diametralmente del documental en cuanto a la intervención del “yo creador” con sus propias reflexiones ejerciendo el papel de hilo conductor válido e indiscutible. En este género el despliegue creativo se vuelve sustancial para la exposición de ideas: ficción y realidad no están del todo delimitadas. Un ejemplo de este esfumato es Histoire(s) du cinéma de Godard, filmes que ensayan una perspectiva del cine a partir de la visión de su autor. Deux ou trois choses que je sais d’elle es también un ejemplo peculiar que podría servirnos para reflexionar sobre el cine ensayo: se trata de un filme ficcional en tanto usa personajes inventados que actúan, pero en él no hay línea argumental más que el retrato de sus personajes en pequeños rasgos y sus disquisiciones y pensamientos —constantemente digresivos—. De modo que, aunque ficción, esta película entra en la categoría de ensayo fílmico dado que los pensamientos de los personajes no pueden ser definidos por los conceptos de ficción o realidad: un pensamiento no es verdadero o falso, simplemente es.

A Godard se lo considera uno de los grandes exponentes del cine ensayo junto a otros como Chris Marker. Le Mystère de Koumiko es, en realidad, la acumulación de perspectivas y de reflexiones de una mujer sobre su cultura —la japonesa— respecto a la occidental en el contexto de los juegos olímpicos de 1964. En Recuerdos del porvenir, Marker ensaya una lectura interpretativa y personal de toda la historia de una época a través de las fotografías de Denise Bellon. Y es aquí cuando podemos dar un salto a la literatura: en Anatomía de un instante, Javier Cercas piensa en torno a un hecho real, político, como el intento de golpe de estado perpetrado por Antonio Tejero. Muchos, ante el esfumato entre realidad y ficción, no supieron si calificar el texto de Cercas como una novela o como un ensayo histórico. Sin embargo, en Anatomía de un instante las reflexiones a partir de un hecho real son las de un “yo creativo”. La carga ensayística en la literatura de Cercas no inhibe su carga ficcional: ambas se complementan. Marker jugó con estas posibilidades creativas dentro de su obra. Junto a Alain Resnais en Les statues meurent aussi hace, por ejemplo, una reflexión de la memoria —el tema preferido de Resnais— y los objetos que representan a la cultura africana que poco a poco ha ido muriendo e integrándose a un museo.

Si se piensa en Resnais es inevitable pensar en Peter Greenaway. Los cortos iniciales del director galés pueden considerarse de corte ensayístico, así como sus películas The Falls y la trilogía de Las maletas de Tulse Luper —en las que, por cierto, está marcada la huella de Histoire(s) du cinéma—. Precisamente ha sido él quien ha defendido que el cine ha muerto porque “la imagen que piensa” ha desaparecido de los circuitos. “La imagen que piensa” es aquella que funciona con las figuras retóricas y que incita a un juego de interpretación y de decodificación. Pensemos, por ejemplo, en L.B.J. de Santiago Álvarez. Se trata de un filme ensayo en el que las imágenes no sólo narran una historia, sino que construyen una reflexión como conjunto: la alegoría de una época. Si bien el cine latinoamericano ha tenido, más que nada, una fuerte tradición documentalista, ciertos trabajos como La hora de los hornos poseen partes netamente ensayísticas a nivel visual como cuando, mientras una voz en off habla sobre la dependencia latinoamericana con respecto a potencias extranjeras, se muestran imágenes de un matadero argentino, ganado mutilado y despedazado en primer plano, intercaladas con publicidad de productos foráneos. Un ejemplo más cercano a nosotros temporal y espacialmente es el filme Abuelos de la ecuatoriana Carla Valencia Dávila. Este trabajo podría incluirse dentro de la tradición del cine ensayo en tanto a que contiene una fuerte carga autobiográfica que reflexiona y construye caminos a partir de comparaciones entre dos realidades latinoamericanas —a través de un abuelo chileno y otro ecuatoriano—. Pero el trabajo de la imagen es más convencional que en los ejemplos anteriores, y el cine ensayo promulga la experimentación con la imagen a nivel de construcción de aparatos de significado —lo que entendemos por medio de las figuras retóricas—.

Otra realizadora de cine ensayo que, además, reivindica la faceta autobiográfica del género, es Agnés Varda. En su filme Los espigadores y la espigadora hace un paralelismo visual entre la labor de espigar en el campo y los espigadores de hoy: aquellos que recogen alimentos y objetos de la basura. Todo esto, además, lo relaciona consigo misma y su constante “espigar imágenes”: ella se presenta como una recolectora de fragmentos visuales que sobran y se echa la cámara el hombro para imitar a la espigadora de Breton, quien sostiene un cúmulo de restos de alguna cosecha.

Orson Welles es, quizás, uno de los directores de cine más reconocidos por “ensayar películas”. F for Fake es, en su primera hora de duración, un documental sobre la falsedad y la autenticidad en el arte a través de la figura de Elmyr de Hory —Welles incluye constantemente sus reflexiones personales del tema, pero sin salirse demasiado de la línea documentalista—. A partir del minuto 60, el filme se aleja del documental para convertirse en un filme ensayo. Utiliza para ello una ficción, pero su ficción construye un pensamiento que va más allá de ser verdadero o falso. Y es en ese momento apoteósico cuando la autenticidad y la falsedad se fusionan hasta convertirse en un mismo asunto. Basta con remitirnos a su adaptación de El Quijote, que en realidad es un ensayo fílmico en donde hace viajar a Don Quijote y a Sancho a la España de los años sesenta; una excusa para pensar en la atemporalidad de estos personajes literarios que, para Welles, eran fantasmas.

Harun Farocki también se siente atraído hacia estas posibilidades del cine ensayo: en Fuego inextinguible echa mano sobre la ficción para exponer ideas y reflexiones personales sobre la guerra en Vietnam y la construcción de armas nucleares. Los testimonios que aparecen en el filme no son de personas reales sino de personajes, pero sus declaraciones son válidas ya que reconstruyen la enajenación del sujeto frente a una maquinaria de guerra.

En tanto el filme ensayo es, probablemente, el género cinematográfico más exiguo en cuanto a producción pero el que más experimenta con las posibilidades del lenguaje audiovisual en el cine, puede que sea la forma que consiga renovar o, diría Greenaway, revivir el cine que ha muerto. Después de todo, una imagen que se piensa a sí misma es capaz de encontrar nuevas preocupaciones, reconstruirse y evolucionar. Ahora, la pregunta de si esa evolución es necesaria —¿por qué? ¿para qué?— daría para otro ensayo.