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@nessateran

Llegamos a Canal Street por azar. “La avenida del contrabando” leí hace meses, en una crónica alarmista que contaba la dinámica a lo largo de unas cuantas esquinas de esta calle, que albergan pequeños locales-casi bodegas- con miles de réplicas de los bolsos más fashion de cada temporada.

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No son las mejores réplicas, ni esconden su condición de ser tan sólo copias baratas de los bolsos de Chanel o Marc Jacobs.  Comprar en Canal St es algo típicamente turístico, o de lo contrario, mal visto entre los newyorkinos.  Muchos de los locales son atendidos por emigrantes de origen chino, musulmán, o latino.

Mi hermana se enamora de una camiseta con la leyenda “Jesus is my boyfriend” y discutimos un buen rato acerca de la conveniencia de comprársela y, más allá de eso, usarla en público Al final se decidió  por la que tenía una enorme hoja de marihuana estampada con la leyenda “weed is dope” en verde vibrante. 10 bucks, and ready to go.

Avanzamos por las calles internas, veredas pobladas de mesas con chiches y chatarras chinas dispuestas sobre mesas largas de madera y coronadas por enormes abanicos. En las vitrinas, decenas de esas esculturas del gatito levantando la pata izquierda, mitad Buddha, mitad Hello Kitty. Cuentan que traen suerte en los emprendimientos. Los hay blancos, azules y dorados.

En la esquina de Bayard y Mott St la foto de  Anthony Bourdain zampándose una hamburguesa como si fuera la última de su vida nos convenció de inmediato. Este era el lugar. El chef, actúa en vivo: es una mujer china de pequeñísima estatura y mirada muy dulce que corta pasta frenéticamente con un enorme cuchillo para preparar el plato más famoso del lugar.

Retomamos una de las avenidas más grandes y un Mc Donalds farolea en una esquina. Amarillo y rojo, como siempre, pero coronado por un luminoso cartel en mandarín debajo de sus omnipresentes arcos dorados. En el local de al lado, decenas de patos degollados brillan, barnizados en manteca, detrás de las vidrios que dan a la calle. Esperan la llegada  de los comensales a la hora del lunch. Peceras repletas de animales vivos: cangrejos, langostas y pulpos, hasta que llegue alguien que los señale con el dedo y diga: “ése es el que quiero”.

El olor a tintorería puebla algunas esquinas, a veces volviéndose intolerable. En el semáforo hay un hombre de grandes proporciones y cara de pocos amigos que vende jabón para hacer burbujas y se dedica a soplarlas a través de un artefacto que él mismo ha construido. Levanto mi cámara para sacarle una foto, apunto y disparo. Vuelvo a disparar.  “No photos”, dice, mientras con su enorme mano se cubre los ojos, y cientos de burbujas lo persiguen.

 

 

Nessa Teran