Escena uno. Te subes al taxi un día de invierno a las seis de la mañana. Llueve. Sientes que te congelas. Después de dar los buenos días lanzas el clásico comentario ambiental: “¡Pero qué día más frío!”. El taxista te mira por el retrovisor frunciendo las cejas. Te dice que no, que ya no está frío, que hace semanas empezó a subir la temperatura. Y pasa los próximos cinco minutos rebatiendo tu comentario.
Escena dos. Le pides al mesero, por favor, que tome una fotografía. Estás de vacaciones en familia y quieres guardar el recuerdo. El hombre te dice: “No. Ahora no puedo”. Es enfático. Nada de usar un tono meloso, tímido o cara de pedir disculpas por su falta de tiempo. Y se va. Te sentirás descolocado: en donde yo vengo las cosas no son así. Volverá, eso sí, después de algún rato, cuando haya terminado lo que estaba haciendo. Y ese regreso te sorprenderá. El hombre te pedirá la cámara y tomará cuántas fotos sean necesarias. Ahora ya puede.
Quien llega a Portugal desde América Latina se sorprende con la brutal sinceridad que se acostumbra por estos lugares. Muchos se sienten ofendidos durante los primeros días. En países donde solo entre gente de confianza uno se atreve a debatir, rebatir y contradecir al otro, que un desconocido se dedique a destripar tus opiniones en tu cara comienza siendo chocante. Parece un acto de agresión. Un derroche de antipatía. ¿Será que no quieren a los extranjeros? Después te acostumbras, te das cuenta de que son así contigo y con los otros. Con la vecina y con el hermano. Que darse vueltas y dorarte la píldora no va con ellos. Y un día terminas por estar encantado de que las cosas sean así en este país. Nada de rodeos. Nada de sonrisas ensayadas. Respuestas directas, rápidas, al grano. De paso, te das cuenta de que los brasileños se parecen más al resto de los latinoamericanos que a sus padres portugueses. En Río de Janeiro, los taxistas se alinearán a tu teoría del clima o te explicarán, con cuidado, cómo son los días y las temperaturas por allá. En Brasilia, el mesero dejará de hacer lo que sea para tomarte la foto. Igual que pasa en Guayaquil o en La Paz. En Latinoamérica parece que tenemos miedo de decir las cosas de frente. Peor aún si se trabaja en el área de servicios: un chofer no se atreve a rebatir a su jefe. Un mesero no cuestiona al cliente. ¡Ay del que lo haga!
Quizás esa es una de las características que más me gustan de Portugal: el tú a tú que se emplea en la calle, el que te rebatan tus opiniones a cualquier hora y te tomen desprevenido, que la gente no se guarde lo que cree solo porque trabaja en un determinado empleo. Y que todo eso se haga con el mayor respeto por el otro. Son cosas que Portugal debería exportar. Si pudiera, me llevaría de aquí esa característica por toneladas.
Los portugueses no se guardan sus opiniones a ningún nivel. Y la mayoría de las veces se agradece. Como cuando vas a un restaurante y pides que te traigan tal plato y el mesero te mira con la frente arrugada, niega con la cabeza y te dice: “No. Eso no está bueno hoy. Mejor le traigo aquel otro, le garantizo que está muchísimo mejor”. Así, ¿cómo no sentir confianza?