La última estación del F Train es Coney Island. Desde que aterricé en Nueva York supe que tenía que visitar esa especie de Disneylandia en versión AM. Hay carteles de neón por todas partes, con tipografía ochentera y colores desleídos. A lo lejos, la wonder wheel, esa rueda gigantesca que gira y gira, oxidándose un poco más con cada vuelta, la clásica postal del lugar. Me recuerda a las ferias de las fiestas patronales en Ecuador, pero a lo grande, como todo en este país. Hay olor a fritanga, a pata sucia, a bloqueador solar, a asfalto. Incluso la arena parece artificial.
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Saco una foto de una gran familia sacándose una foto, mostrando los dientes, la foto en la costanera de Coney Island, la que luego van a imprimir y colocar en portarretratos para decorar la casa. El grupo de niñitos judíos con kipá y pesados sacos negros me provoca una especie de claustrofobia empática. Sentada en una de las banquitas de madera observo, divertida, cómo una gordita estrella su bici contra un payaso/tacho de basura. Se cae de culo, avergonzada, y mira a su alrededor. No quiere o no puede levantarse.
De todos mis viajes me llevé el mismo souvenir: un retrato sacado en fotocabina, de esas que están en peligro de extinción. Una maña que nació inspirada en Nino Quincampoix luego de ver Amélie. Vanessa en Barcelona, Vanessa en Paris, Vanessa en Amsterdam, Vanessa en Coney Island. Elijo la cabina que saca fotos a color, pago los 4 dólares que cuesta usando únicamente monedas de 25 centavos. Total, no hay apuro. Cuatro retratos con fondo rojo, como en la cédula de mayoría de edad. Los pies de una pareja coquetean debajo de la cortina de la cabina vecina. Y yo, forever alone.
El Museo de Freaks exhibe a fenómenos clásicos como la mujer barbuda y el encantador de serpientes. Sus trucos ya no resultan asombrosos, y nadie los visita. Me los imagino sentados y envejeciendo, hasta que el museo se convierta en una especie de geriátrico de freaks abandonados por sus familias.
El lugar está casi vacío. El contraste de los colores festivos, las luces y las gigantografías y la depresión de un lugar que fue y ya no es, se profundiza cuando llego al espacio de los brujos que leen el tarot y hacen alarde de su “poder de hacerle fast forward a la película de tu vida”, como promete un cartel hecho a mano.
Ahí está el brujo, al otro lado de la puerta, casi como una parodia de sí mismo, sentado en una silla como en el set de una película- los dedos de sus manos cargados de bisutería barata y una bola de cristal sobre la mesa.
Al final de todo, la cereza del pastel: El Ciclón, the greatest rollercoaster in the World, el prototipo de todas las montañas rusas. Las demás se hicieron desde y a partir de él, aumentando loops o exagerando caídas. Ahora se ve como un adefesio en comparación a las locuras que se manejan en Orlando y Six Flags. El Ciclón como el símbolo de lo que está pasando en Coney Island: en 1950 alcanzó su máximo esplendor, era el spot vacacional más cotizado del estado. Entre 1970 y 1980, se filmaron más de 10 películas y cortos de terror y fantasía en este lugar. En 1995, uno de los hermanos Trump compró gran parte del terreno, pensando en demoler todas las atracciones y en su lugar construir un parque temático con personajes de Nickelodeon. Los vecinos se opusieron y ganaron por cansancio. Pero los jueguitos, aunque funcionan, están vacíos, decayendo de a poco, hasta desaparecer. «
Nessa Terán