Mi historia nunca aparecerá en estadística alguna, pero quizá ayude a comprender mejor lo que supone ser niña y ser mujer en Latinoamérica.
El hombre nació en la barbarie. Cuando matar a su semejante era una condición normal de la existencia, se le otorgó una conciencia. Y ahora ha llegado el día en que la violencia hacia otro ser humano debe volverse tan aborrecible como comer la carne de otro.
Martin Luther King
https://gkillcity.com/sites/default/files/images/imagenes/61_varias/nias%20.jpg
Tenia tres años y una memoria para nada frágil, o a lo mejor no sea virtud de registro sino solo cuestión de que ciertas cosas nunca se te olvidan, sin importar los años que lleves respirando en este planeta. Como les dije, yo llevaba tan solo tres años inhalando y exhalando este aire. Mi casa era pequeña, su decoración y tamaño iban de la mano con la economía familiar: padres jóvenes, empezando a abrirse camino. Recuerdo que el interior de la casa lo pintaron ellos y que me acunaba en la carreta del frutero cuando mi mami lo paraba por guineos y naranjas. Mi hermanita y yo compartíamos el cuarto. Originalmente cada una tenia su habitación pero por esos días había llegado nuestro bisabuelo enfermo, a quien llamábamos abuelo por nuestra lengua mocha, teniendo que redistribuir los cuartos.Él utilizaba en sus comidas sal en grano y aceite de oliva en lata. Jamás lo olvidaré. Pasaba todo el tiempo acostado y conectado a unos “cables” que ahora se que eran sueros. Una noche, me desperté en la madrugada porque escuchaba la voz de Kiko y el Chavo discutiendo, me levanté de la cama y descubrí que el sonido venía del cuarto del abuelo. Inmediatamente me apresuré donde él porque quería ver el programa. Recuerdo que él me invitó a su lado con una sonrisa y un golpe sobre la cama (con la mano que no tenia los cables), indicándome el espacio disponible a su lado. No pude ver más que segundos de el Chavo. Ni bien me acosté, el abuelo empezó a tocarme, me pidió que me coloque encima de él e intentaba –débilmente- bajar mis pantalones. Yo permanecía estática y con la mente en blanco. El insistía. Yo podía notar el esfuerzo que hacia por tocarme en todos lados, mientras sonreía como tratando de darme tranquilidad y de esconder sus dolores físicos. Nunca logró bajar por completo mis pantalones talla 36 meses. Yo, no recuerdo al cuanto tiempo, sentí fuerzas y me lancé al suelo, acomodé mi ropa y corrí al dormitorio de mi mamá. Tenía una sensación de culpa y miedo. Lloré a su lado y ella no despertó enseguida, preguntó si quien lloraba era mi hermana, que se había quejado de dolor de oído ese día. Le dije que no, que era yo, Karla. Ella saltó de la cama y asustada me interrogó. En mi idioma, le conté todo. Yo caminaba desde los 9 meses y a los 3 años hablaba más claro de lo normal para mi edad, me cuentan. Mi mamá le cayó a golpes al abuelo y recuerdo oírla gritar mientras yo permanecía encerrada en su cuarto. No quería verlo, no quería ver el aceite de oliva, ni quería ver su sal. Mi mamá estaba sola, mi papá por su trabajo había salido de viaje y ella, en ese momento, no tenia mas apoyo que el de mis tíos que vivían en la casa de en frente. Por los ruidos, deduje que salió a buscarlos y volvió con ellos. Recuerdo a mi mamá llorando desconsolada y recuerdo que su cara me dejaba ver lo responsable que se sentía. Quería decirle que no era su culpa. Llegaron mis primos, llamaron a unas sobrinas del abuelo y, en un último acto humanista, esperaron por ellas para que se lo lleven. Las voces de ellas se me quedaron grabadas, al menos así lo comprobé meses después cuando con tan solo oírlas acercándose a la casa, entré en pánico y corrí a esconderme. El solo hecho de imaginar que quizás él venía con ellas me aterraba. Timbraron y, de lo más normales, ofrecieron disculpas y contaron que el bisabuelo había muerto. Que había que orar por él.
Por suerte, hoy ya no es ayer. Yo me salvé (quizás no)
Karla Morales