Ayer un par de chilenos decían que somos muy amables los ecuatorianos (más bien los quiteños). Hombre y mujer. Estaban de visita. Aseguraban que la gente los saludaba a cada paso en el barrio (la Floresta, Chollywood). El guardia, el de la tienda, la gente en la calle. Mis amigos y yo nos mirábamos extrañados como diciendo “a mí nadie me saluda”. Y eso fue precisamente lo que dije yo en voz alta. Pero ellos insistían en que el saludo del ecuatoriano es de lo más cálido y afable, y que para ser una capital pues somos bastante suaves. Hasta rayando en la inocencia e ingenuidad, decía el hombre. La mujer, algo avergonzada por el comentario, se apresuró a dorar la píldora con un: “pero a mí sí me gust
a, todo es más lento, más relajado, la gente es más tranquila, no es violenta”. Violenta
. Violencia. Nuevamente nos miramos extrañados. Cómo puede cambiar la percepción de nosotros mismos en segundos. Una hora antes quizás lanzábamos teorías sobre la rabia y el resentimiento contenidos, par de quiteños, viendo como la gente no bailaba en el Quito Fest con una feliz banda de ska catalán. Ska godo.
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No bailan porque la felicidad no nos mueve, conjeturábamos. Lo que nos mueve es la rabia, el resentimiento, la melancolía transformada en ira. Por eso pega tanto el metal, porque es violento. Porque la gente no se mueve al ritmo de la canción de la alegría, sino al ritmo de sacarle la puta al de al lado a empujones. Eso lanzábamos al aire, echados en la hierba helada, a siete grados, tres mil metros de altura, frente al escenario, burlándonos de los gestos compungidos de cierta gran parte del público. Burlándonos de nosotros mismos que también solemos bajar la cabeza y bailar con movimientos minimalistas. Y luego, exagerando el baile para remarcar inútilmente que no formamos parte de la masa abatida por el ande, la masa cabizbaja. Pero no hay que mentirse, somos ellos también.
Los chilenos insistían en nuestra tierna amabilidad, que con el paso de las palabras y gestos se sobrentendió que quizás no era amabilidad precisamente sino lentitud… La altura y la falta de oxígeno podría ser la causa, llegó a decir la mujer. Estaba todo claro, somos amables por lerdos y no somos más violentos porque básicamente nos da pereza, pero no es nuestra culpa, es la falta de oxígeno la que nos embota el cerebro. En realidad quisiéramos ser menos corteses y más violentos pero no nos alcanza la hemoglobina. Eso pensaba cuando recordé que meses atrás otro chileno que visitaba el país me había dicho exactamente lo contrario. “Violentos los weones”, había repetido varias veces. Nadie supo decir nada frente a ese comentario que saqué a colación. Al parecer somos una sociedad de ánimo ambivalente o quizás el otro chileno era un pelmazo. Lo cierto es que el tema de los empujones en los buses y demás espacios al que nosotros considerábamos vehemente por demás, a ambos chilenos aparentemente no les afectaba. “Vinimos en un ecobus atestado de gente y conocimos el Ecuador profundo, el verdadero Ecuador”. Eso decían con una sonrisota, el chico y la chica. Cero muestras de enojo por la falta de tino de los pasajeros. Nuestra violencia era una caricia.
Fue un callejón sin salida. Ninguna conclusión. Pero es posible que la teoría de nuestra rabia contenida que solo sale en forma de mosh, tal vez no sea tan descabellada. Y que la famosa frase de Humboldt sea cierta, esa que versaba algo así como: “Los ecuatorianos son gente extraña, viven tranquilos entre volcanes y se alegran con música triste”. La tranquilidad es la falta de oxígeno, claro está. La música triste que nos alegra tal vez sea esa de melancolía lánguida convertida en ira. (Con ecuatorianos se refería a serranos, por supuesto). Por primera vez he llegado a pensar que ese resentimiento que ronda las andinas cabezas no es tan grotesco. Probablemente, sí, es hasta cándido.
Lo que sí no cuadra hasta el momento es el por qué todos bailan la feliz música de Manu Chao. Ok. Tal vez por lánguida y monótona. (En el último concierto, el público que es básicamente el mismo del Quito Fest, zapateó hasta el éxtasis al ritmo de qué horas son mi corazón). O quizás sí somos alegres y amables, pero todo depende de la posición de los astros o de los designios de los dioses del Olimpo y de Lenin Moreno. Venga de donde venga, ahora pienso que nuestro vicepresidente podría estar en lo cierto y en realidad sí somos gente amable… ¡A por el Nobel de la paz se ha dicho!
Rocio Carpio