A Freddy Avilés
Aparecer viva y sin ninguna pinta de sangre en la primera plana del diario amarillista más famoso del país, te asegura la fama de por vida.
– ¡La matagallinas fue enjaulada! ¡La matagallinas fue enjaulada!- voceaban todos los vendedores de periódico a primera hora de ese día.
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Me hice pasar por la Gallareta, la asesina más buscada de gallinas y ya tengo una semana en cana. Averigüé todo su récord policial para representar bien su papel: 37 años. Esquizofrénica. Alzheimer. 176 gallinas robadas. 41 colgadas en el umbral de varias casas. 621 mutiladas. 6 cabezas encontradas en las loncheras de los niños de una guardería. 11 patas pegadas debajo de las bancas de la Catedral. Se sospecha que fue la causante de la aparición repentina de 34 gallinas teñidas de azul y amarillo en el centro regenerado del pueblo. Unos dicen que estaba haciendo campaña política. Otros, que era cocinera y vendía caldo a un dólar. De seguro ella me había visto en la nota.
Yo era su fan número uno. Hice un criadero de gallinas en el patio trasero de mi casa para poner en práctica mis ideas. Mis primeras acciones consistían en suturar dos gallinas por su carúncula. Las dormía primero, para que los vecinos no sospecharan. Utilizaba plantas de valeriana, las mezclaba con agua y Lexotan. Se las daba con jeringa después de hacerles cariñitos para que no hagan ruido.
La gente ni se imagina que la Gallareta no es responsable de todo lo que se le acusa. Yo construí más de la mitad de su historial policiaco e hice cosas que los pacos nunca registraron. Las acciones que realizábamos individualmente en la ciudad se convirtieron en nuestro vínculo. Nunca nos habíamos visto físicamente, ni conversado. Sabíamos que éramos mujeres y que esta obsesión a la cual nos entregábamos -mágicamente- nos obligaba a pertenecernos.
Un día antes de entregarme, suspendí una importante suturación entre gallinas. Siempre me llamó la atención una de ellas. Nunca se integraba con las demás y la distinguía por su ojo anaranjado. Ese día me miró raro. Su cabeza estaba de lado, paralizada, como si estuviera observando un gusano que se escapa lento, sin conciencia de la muerte. Fue inevitable. Pensé que la Gallareta había tomado la forma de ese animal y esperaba algún despiste para atacarme.
Siempre imaginé cómo era su aspecto y nunca pude determinar una sola forma: una mujer con alas, enana con plumas, hermafrodita con pico y cresta. Sabía que no era humana o que, por lo menos, eso era lo que ella creía.
Suturar se volvió un vicio. Empecé a adicionar partes mutiladas de gallinas a mi propio cuerpo. Las disecaba antes, utilizaba formol, cristales… Mi casa parecía el aviario de un experimentador obseso. Tenía frascos llenos de formol que contenían partes amputadas del cuerpo de esos animales. Las momificaba, me momificaba, me travestía con ellas.
Llegué a tener 45 patas pegadas a mi cuerpo y una cabeza de gallina en cada hombro. Me había convertido en una siamesa trilliza, un cuerpo tripartito, divino, fanático de la mutilación y los esperpentos. Mi cuerpo era mi propio traje.
Cuando llegué a la cárcel, se alarmaron tanto que llamaron al cura del pueblo para que me sacara los demonios; el cura llamó a un psiquiatra; el psiquiatra a un doctor; el doctor, a un abogado; y el abogado, a una vidente. Me quitaron todo. Ahora solo tengo cicatrices, picoteos de aves, mordisqueos de moscas, cenizas de un ave fénix que no resucitó por ser desperdigada, amputada.
Me tiraron agua bendita. Hicieron que dibujara y dijera qué imágenes veía en unos garabatos: gallinas, gallinas, decía yo. El doctor me quitó las patas, las cabezas y me regaló un frasco de alcohol. El abogado trataba de encontrar una razón lógica, y la vidente continuó visitándome de vez en cuando para hacerme baños contra el mal de ojo.
El tiempo de visita había terminado hace unas horas y sentía que alguien estaba dentro de mi celda. Escuché susurros ininteligibles debajo de mi cama. Cada vez se hacían más fuertes, eran carcajadas demoníacas de cigueñas-arpías, de esas que llevan el insomnio en el pico, como acostumbran, para aventarlo a mis párpados. Ya no eran murmullos, eran gritos. Tenía miedo. Empecé a moverme y a golpearme la cabeza una y otra vez contra la pared, hasta que el sonido más intenso se estranguló en el aire, como el recuerdo del gruñido de un cerdo que acaba de morir.
Una gallina blanca salió disparada por debajo de mi cama. Movía sus alas con apuro. Me miraba, pero no tenía ojos. Cualquiera hubiera creído que alguien le dio un patazo debajo del colchón. Estaba alocada, ansiosa… hasta que me vio. Se detuvo mientras yo seguía golpeando mi cabeza contra la pared. Me dio la ligera impresión de que su cuerpo crecía poco a poco, mientras se acercaba tímidamente. Quedé hipnotizada con la hondonada de sus ojos, pude sentir que me introducía en su cuerpo. La Gallareta estaba aquí, conmigo.
Quería acariciarla, pero yo no tenía brazos. Se habían instalado en su cuerpo en lugar de sus alas. Empezó a picotearme, yo era su lienzo experimental donde la bebida era la sangre. Picoteaba mis cicatrices para abrirlas de nuevo, rememorándome la misión impuesta por el destino de los mutilados. De las heridas brotaron plumas blancas y dos alas en lugar de mis brazos.
Veo a mi propio cuerpo frente a mí, descansando en un lago de sangre que brota desde mi cabeza, sin insomnio. La Gallareta me toma de las alas con su mano y salimos por la pared.
Mi cuerpo ya no me limita.
Diana Varas Rodríguez