Conocí El Raval —ex Barrio Chino de Barcelona— diez años después de que José Luis Guerin estrenara En construcción, un documental en el que, de forma paradójica, se ve la paulatina destrucción, no sólo de edificaciones, sino de la condición humana en nombre del ornato. Hoy, once años después, El Raval sigue siendo lo que era: un barrio en donde se aglomeran todas las facetas de lo marginal y que ni el turismo creciente ni la intervención del municipio han conseguido integrar al circuito de una ciudad maqueta, proyecto plástico para las necesidades plásticas de los que en España llaman “guiris” y que no son más que visitantes, viajeros, extranjeros de paso que pasean por las calles destinadas al turismo.
—Es que para construir primero hay que destruir —dijo Leandro, dueño de un bar en El Raval al que le mentí diciéndole que era una escritora (al parecer la idea lo entusiasmó porque se sentó frente a mí, me sirvió una caña gratis y empezó a hablar como si yo fuera a escribir su biografía)—, remover las cosas y tumbarlas, entonces se puede construir, pero primero hay que tumbar, a menos que uno vaya a construir algo en el desierto, pero eso nunca pasa; uno quiere construir en donde antes hubo algo, yo creo que por eso se llamaba así la película de Guerin, sí.
La periferia del Raval es una cáscara que lo encierra y que ha sido disfrazada para atraer la mirada turística y, a la vez, esconder la yema podrida. Basta caminar unas cuantas cuadras para dejar atrás La Rambla —un paseo caótico que la tourist guide of Barcelona señala como atractivo turístico y en donde se aglomeran a diario cientos de personas que, con gran entusiasmo, caminan en direcciones opuestas, bombardeados por kioscos que venden bebidas y souvenirs al triple de su precio normal, restaurantes y tiendas de ropa [el capitalismo más feroz, más salvaje, ataca desde La Rambla: desgarra vientres y traga vísceras], y en las esquinas, siempre, uno que otro indigente; y, por las noches, una que otra prostituta— e internarse en calles estrechas de cuyos edificios cuelgan letreros en catalán que ponen “Volem un barri digne” (Queremos un barrio digno) y, de a poco, alcanzar El Raval, el barrio por el que, cuenta la leyenda, Guerin no puede aparecerse.
—Es que, cuando Guerin hizo la película, la gente se enojó mucho —me dice Leandro—. ¿Cómo no se van a enojar? Si sólo mostró lo malo del barrio, eso era lo único que grabó, lo malo, y la gente se enojó.
Cuenta la leyenda —o mejor dicho: cuenta Leandro, que es mi leyenda— que José Luis Guerin intentó pasearse otra vez por El Raval después del estreno de En construcción y que los habitantes del barrio lo persiguieron amenazando con sacarlo a golpes. Leandro dice que nunca más volvió.
—Yo llevo aquí desde hace muchísimo tiempo, aquí todos me conocen —me dice adoptando un tono similar al de Vito Corleone —. Hace poco robaron todos los bares del barrio menos el mío. La policía vino y me interrogó “¿por qué no te han robado a ti?” “¡Hombre, que yo soy Leandro!” Es que aquí todos me conocen y yo los conozco a ellos. Si me roban saben que al día siguiente me planto en su local. Si quieres, chavala, puedes dejar aquí lo que quieras, que nadie te va a robar. En mi bar no roba nadie.
Durante el día, el barrio casi parece como uno cualquiera de Barcelona; salvo por los numerosos letreros de “Volem un barri digne”, uno que otro junkie clavándose una aguja, alcohólicos meando en las esquinas y algunas prostitutas negras ofreciendo tríos o cuartetos a hombres que van caminando por la calle, podría decirse que el lugar tiene el aspecto urbano que se empezaba a construir en el documental de Guerin; que las calles están limpias y los edificios, si bien no tienen la repetida estética gaudineana de los barrios “pijos”, dotan al sector de una fachada con la que se puede cubrir el desgaste y el problema social. Por las noches, sin embargo, el único lugar que atrae turistas como moscas es El Marsella, un bar en donde Woody Allen filmó una escena para Vicky y Cristina Barcelona. El resto de calles se convierten, después de las diez de la noche, en túneles sesgados en donde el disfraz de la construcción urbanística se ennegrece: la luz cenital de las farolas, en cambio, alargan las sombras de los rostros que ya son sombras. No es una exageración decir que, por la noche, El Raval es sólo su gente.
—¿Que si las cosas han cambiado desde la película de Guerin? Bueno: lo que ves —dijo Leandro —. Los ladrones, las prostitutas, los drogadictos, toda la lacra, como dice la gente, sigue aquí; tal vez tengan otros nombres, tal vez tengan otro color de piel y otra nacionalidad, pero el problema sigue siendo el mismo de hace once años. Si antes la prostituta era Maruja, una española, ahora es Lola, una latinoamericana; o Anaba, una india; o Bayi, una africana; o Grethel, una europea del este. Y así. Lo que pasaba era que antes todo estaba más organizado. No había necesidad de chulos, por ejemplo. Porque todos sabíamos que Maruja era puta, pero nadie se atrevía a decirle al hijo de Maruja que era un hijo de puta; y si alguien trataba de hacerle algo, todos habríamos saltado para defenderla. ¿Sabes por qué? Porque si Maruja era puta todos nos beneficiábamos: ella le compraba los condones a la de la esquina y, además, le pagaba el lugar en donde iba a follarse a sus clientes; con el dinero que ganaba compraba la comida en la tienda del barrio, pagaba el alquiler, y de ese modo todo formaba parte de un solo ecosistema. Ahora no, ahora cada quien tira por su lado.
Para Barcelona, una ciudad hecha para los extranjeros y que cada vez expulsa con mayor ahínco a los suyos, El Raval es la metáfora de su sociedad; una metáfora vergonzosa que se transparenta a través de los disfraces. Toda ciudad tiene su Barrio Chino, me dijo Leandro, y tiene razón. Toda ciudad tiene ese rincón en donde lo marginal se abre paso ante los ojos del sistema como un virus peligroso que amenaza con infectar lo demás. A nadie, sin embargo, se le ocurre otra cosa mejor que la cáscara, el disfraz, el perfume sobre el hedor. Y mientras abandonaba el bar de Leandro, algo avergonzada por haberle mentido, recordé a Jaime Nebot, alcalde de Guayaquil, y su producción en masa de disfraces. Nebot pretende construir destruyendo todo lo demás, pensé; edificar encima de los vendedores ambulantes, de los no-videntes, de la realidad de un país tercermundista que aún no ha resuelto sus problemas medulares, que es incapaz de asegurar un sólido estado de bienestar a quienes no tienen la condición económica para adquirirlo. Sólo entonces comprendí a fondo las palabras de Leandro: “yo creo que por eso se llamaba así la película de Guerin”. En efecto, ése es el ecosistema; es así como nos levantamos por encima de las ruinas.
Mónica Ojeda