Los pasillos están fríos. Pablo -con una cámara en mano y su mochila donde lleva otra más- y yo caminamos. Subimos y bajamos escaleras, recorremos los pasadizos detrás y de lado del escenario. Pasamos a lado de puertas blancas con carteles y sus nombres en ellas: María-Anita, Tony-Riff. La gente circula en todas las direcciones y es posible escuchar acentos argentinos, caribeños y un español mocho, típico de un gringo. Se saludan emotivos entre ellos, nos ven con miradas dudosas.
Curiosos, Pablo y yo, seguimos husmeando entre las puertas hasta que llegamos a una que está al final y abierta: es el camerino general del Teatro Nacional Sucre.
Adentro ya no hace frío. El aire es denso, caliente y huele a peluquería. No suenan secadores de pelo pero sí huele a cabello quemado. Por ahí una mujer plancha las mechas de una de las actrices. Ambas se ven en el espejo iluminado por decenas de focos encendidos alrededor. En total son dieciséis grandes y rectangulares vidrios en los que se reflejan, todos con las luces encendidas. Aunque la mayoría son actores y están acostumbrados a las miradas, me observan con desconfianza, soy la única desconocida en ese espacio.
Elijo apoyarme en una pared, permanecer inmóvil y observar. Observo a tres hombres. Uno con un delineador en mano que dibuja una raya debajo de sus ojos, el otro que coloca polvo en su brilloso rostro y su compañero que pinta de negro el rededor de sus cejas y barba. Uno le pide que le dibuje un lunar “justo aquí”, se lo delinea y bromea “ya me está gustando la mariconada”. Se ríen y no puedo evitar reírme. Enseguida me sonríen y observan con más confianza.
Uno ellos me pregunta mi nombre y luego se presenta: se llama Édgar, es de Loja pero vive en Quito desde hace 20 años. Es bailarín profesional del Instituto Nacional de Danza y forma parte del cuerpo de baile del musical West Side Story. Mientras pinta con delineador los bordes de sus patillas confiesa que se acentúa esas áreas para que sean más vistosas en el escenario. Jorge, con un nuevo lunar falso en su rostro, enmarca sus cejas en gruesas rayas que transforman su expresión a un enojo permanente. “Desde el público se ve mejor cuando tenemos destacados estos detalles”, comenta. Él es otro de los bailarines y dice que aprendió solo a maquillarse, viendo a sus compañeros.
Édgar y Jorge dicen que no están nerviosos, que todavía falta media hora para ensayar y otra media hora para que comience el show, que a medida que se acerca la hora la ansiedad aumenta de a poco pero, como han ensayado “mañana, tarde y noche” durante casi dos meses están seguros de que les irá bien. Son las 6:30pm y los otros quince espejos están ocupados por hombres y mujeres que acomodan su pelo, retocan su maquillaje o conversan entre ellos.
Con BVD y pantalón ajustado, uno de los actores se toca el pecho, viéndose en el espejo. Su tatuín que lo identifica como Shark está gastado. “Tráeme agua caliente y un algodón, y después te pongo otro”, le dice Cecilia, una de las maquilladoras que está ocupada pintando el párpado de rubia a quien la peluquera arregla un cerquillo. La actriz lleva un short jean sobre unas medias nylon de encajes que combina con una camiseta negra sin mangas.
Más allá otra joven esbelta y rubia viste una falda verde y amplia que le llega hasta los tobillos. Se observa en el espejo y con sus labios juntos y cerrados emite una vibración que se transforma en un sonido penetrante. El volumen de los labios vibrando aumenta, no solo ella lo emite sino dos personas más dentro del camerino, y otras que no logro ver, la secundan. El sonido se torna melodioso y aún con los labios juntos y cerrados emiten tonos bajos y altos. Me alejo de Édgar y Jorge y camino en busca del origen de esos intrigantes sonidos.
La vibración sonora es armónica y rompe con el semicaos del camerino y sus pasillos. De pronto los sonidos vibratorios mutan a potentes voces: “Eh eh eh eh ehhhh” entona una de las chicas fuera del camerino y otras seis mujeres repiten el monosílabo modulando la entonación de sus voces: “Eh eh eh ehhhh”.
Ih ih ih ih ihhhhh.
Joy joy joy joy joyyyy.
Oilla oilla oillaaaaa.
Repiten la misma dinámica, de más grave a más agudo, de volumen bajo a volumen alto, con diferentes onomatopeyas. Una chica abre su amplísima boca y deja vibrar sus labios produciendo sonidos que parecen ajenos a ella, pequeña y delicada. En conjunto las voces son un equilibrio musical que provoca grabar para poder escuchar luego.
El canto es interrumpido por el llamado de ¡Ensayo! Ya son las 6:55pm y el pasillo que estaba ocupado solo por coristas, se congestiona por el resto del grupo que corre o apura el paso y se dirige hacia el escenario. Espero que el tráfico peatonal disminuya y me apresuro también hacia donde ellos van.
Ya sobre las tablas, detrás del pesado telón que separa el escenario del público, cada actor, bailarín, corista busca su espacio. Delgadas y elásticas muchachas se estiran como si solo tuvieran músculos y cartílagos. De pie, recta, una chica baja su cabeza que topa las rodillas sin la más mínima dificultad. Parejas de baile ensayan pasos y movimientos rápidos, otras se toman fotos posadas de frente a las paredes graffiteadas parte de la escenografía, mientras que Salomé –o Anybody- sube y baja una escalera que es parte de la utilería.
Cada uno se concentra en su momento, yo ya paso desapercibida. Husmeo del otro lado del telón y bajo la mirada. Ahí está la orquesta, músicos que ensayan con su instrumento. Las prácticas son individuales. La pianista entona una melodía muy distinta al violinista que está cerca de ella. Y así mismo el músico que sostiene el bajo rasga las cuerdas que no concuerdan con la melodía de su colega con otro violín. Aunque individualmente cada uno produce un agradable sonido, en conjunto es un ruido que no termina de distinguirse. En el centro a un extremo y de pie se encuentra Ray. Con un terno negro impecable, el director musical revisa las partituras concentrado.
Regreso del otro lado del telón y los actores ya no están dispersos. Son cerca de 50 personas que forman un círculo y en medio de él está Chía, la directora escénica. Llego tarde a las indicaciones y cuando ella cuenta tres todos cuentan: un dos tres cuatro cinco seis siete ocho; un dos tres cuatro cinco seis siete ocho; un dos tres cuatro cinco seis siete ocho; un dos tres cuatro cinco seis siete ocho. En cada escala numérica sacuden un brazo y una pierna. Primero los brazos: el derecho y el izquierdo. Luego las piernas: la derecha y la izquierda. Cuentan rapidísimo y cuando llegan al ocho de la pierna izquierda regresan al brazo derecho solo que dicen: un dos tres cuatro; y con el brazo izquierdo: un dos tres cuatro. Y así con las dos piernas.
La actividad se acaba en cuestión de segundos. Al final todos lucen agotados pero risueños y ella les insiste que está muy lento, que repitan, que lo hagan más rápido.
Repiten la actividad pero esta vez se acelera, aún más. Chía regresa al círculo y vuelve al centro pero esta vez gritando una expresión que no logro oír pero que todos repiten al unísono. El actor que está junto a ella también pasa al frente del círculo dice “Okeeey” con un tono grueso el brazo en alto, y se regresa a su puesto. Todos lo imitan. La actriz de a lado de él dice “¡Qué tarea de machotes!” y sus 40 y tanto compañeros también remedan la frase con el tono de voz, la posición del cuerpo y los gestos de quien lo dijo. “Soy asesino; I’m sick; Cool is sweet; ¡Hey los dos!; Cállate chucha” son otras de las oraciones que cada actor elige cuando es su turno. Se arrodillan, tiran al piso, saltan o zapatean de acuerdo a la expresión que eligen. Se ríen a carcajadas. Todos los remedan como si se tratara de una imitación exacta.
Terminan la actividad y aplauden. Todos callan y Chía toma la palabra nuevamente “Descansen esta noche, cuando se acabe tendremos un brindis pero es necesario que duerman bien”. Es jueves y falta apenas media hora para que se estrene en Quito la primera presentación del musical West Side Story. Mañana y el domingo también habrá shows.
Los chicos vuelven a aplaudir y gritar palabras de aliento y ánimo. Se queda un reducido grupo en el escenario. Ellos ensayan una escena. Al ritmo de “uno, dos, tres y cuatro” Chio les corrige cada movimiento. Paula –Anita- es sujetada por la cintura por uno de los Jets, una de las pandillas juveniles que protagoniza la obra, e intenta soltarse mientras el resto de la banda la acosa. Repiten dos veces la escena y al terminarla Paula conversa con uno de los actores. Tras el telón ella, de los Sharks, y los Jets son amigos. A su lado otro grupo de actores aprovecha para tomarse las últimas fotos. Los enemigos en escena son grandes amigos tras ella. Bromean gritando Sharks y Jets y se ríen en complicidad. Jorge, el bailarín con lunar falso, entra por un costado del escenario pero antes regresa a ver ese denso telón que, a medida que se alza le otorga un poco (más) de nervios.
Regreso por los pasillos traseros que, por el corre corre, despiden una ola calurosa. Hay bulla y movimiento. Cruzo la puerta al público y las butacas están llenas, hay silencio y quietud. El show ya va a comenzar.