Que quede claro: en esta hacienda nosotros somos las vacas y no tenemos derecho a decir ni mu. Traten de hacerlo y aténganse a las consecuencias.
En Ecuador, el concepto ‘hacienda’ puede aplicarse, penosamente, a casi cualquier espacio en el cual nos movemos. La familia, la escuela/colegio/universidad, la oficina (sea esta una gran corporación o un bazar) o el país están sujetos a la lógica del hacendado, resumida en la archifamosa frase: “porque yo digo” (o “porque me da la gana”). Dicha la frase, ya no hay vuelta atrás, en la hacienda, sin que valga ningún razonamiento, se hace lo que el dueño dice. Amén.
En el reino de la regalada gana, la mayoría de habitantes lleva un hacendado-wanna-be acurrucado en el alma, que apenas se le presenta la oportunidad se incorpora y da el zarpazo para hace sentir todo el peso de su poder (por nimio y, por lo tanto, por ridículo que éste sea).
En la lógica del hacendado caben razonamientos de este tipo: “Cuando llegué a Quito, yo tendría unos 7 u 8 años, y me mandaron a la escuela; una compañera no quiso jugar conmigo y a mí no se me ocurrió más que meterle un puñete en la cara, porque no podía creer que no me estuviera obedeciendo. Yo creía que todos tenían que obedecerme, porque era a lo que estaba acostumbrada, no sabía cómo eran las cosas acá”. Es la anécdota personal que me contó hace unas semanas, sin ruborizarse, una señora de rancio abolengo –nacida y criada en una hacienda–, en una invitación en la que coincidimos. En la lógica del hacendado solo cabe la obediencia. Pobre del que diga mu.
Con los años, la reforma agraria y varios episodios intermedios, la mayoría de las haciendas han pasado a ser material de álbumes fotográficos o de libros de historia. Pero los hacendados siguen vivitos y coleando. Solo que ahora ya su título no es el de patrón a secas; se han diversificado: gerente (en su versión asalariada o de propietario), supervisor, presidente ejecutivo (o presidente constitucional), coordinador, alcalde y un larguísimo etcétera.
Cuando estos hacendados deciden, no le dejan a uno más opción que la de acatar; el problema no está en obedecer, sino en tener que obedecer decisiones absurdas, que además no están sujetas a discusión ni negociación, porque no están regidas por criterios medibles o razonables sino por el gusto, el capricho o el complejo. Las cosas adquieren o pierden valor porque al hacendado de turno le gusta o no le gusta. Así nomás.
Entonces, acá viene la pregunta, queridos compañeros de establo: ¿hay manera de tomarnos las respectivas haciendas a las que pertenecemos –voluntariamente o no– y librarnos del yugo del hacendado? Déjenme ensayar una respuesta: sí, hay manera, ya ha pasado, y el problema es que apenas alcanzamos una mínima cuota de poder, entra en acción el hacendado-wanna-be que llevamos dentro y ¡zas! damos el zarpazo y la hacienda tiene que empezar a funcionar a nuestro ritmo y sagrada voluntad. Y pobre de la vaca que diga mu.
Ivonne Guzmán