Una de las razones de la supervivencia de nuestra especie radica en la forma en que hemos roto las leyes de la naturaleza. El éxito biológico de los humanos sobre el planeta no se debe a que seamos la especie mejor adaptaba al medio. Al contario; nuestro gran logro ha sido el adaptar al medio acorde a nuestras necesidades.
Mucho antes que nuestros ancestros construyeran la primera casa, aquel espacio primigenio, alterado para sobrevivir ante los avatares de la naturaleza, hicieron algo que les sirvió para que puedan reunirse de manera segura y organizarse entre sí. En ese espacio se pusieron de acuerdo para construir las primeras casas; los materiales a usarse, la ubicación de las mismas, el orden de su construcción, etc. No olvidemos que la construcción de viviendas no es una acción individual. Se trata de un acto puramente colectivo, que debe haber servido para integrar a las primeras comunidades. Aquellas casas que son el resultado del esfuerzo de un solo individuo casi siempre están condenadas a la precariedad, o a demorar más de lo debido en su finalización. En todo caso, ese espacio de encuentro y discusión, que seguramente antecedió a la casa, puede ser considerado como el primer espacio público de la humanidad.
El espacio público es mucho más que una necesidad para los humanos. La necesidad de generar ambientes colectivos para organizarnos y desarrollarnos es parte de nuestro código genético. Esa es la única explicación que se puede encontrar, cuando nos percatamos que civilizaciones antiguas recurrieron a la elaboración de lugares de encuentro como ágoras, foros y plazas; sin haber tenido ninguna clase de contacto entre sí.
El Guayaquil en el que vivimos no es ni debe convertirse en la mutante excepción a esta norma.
Me han preguntado, si considero que nuestra ciudad está hecha acorde a los requerimientos de sus habitantes con capacidades especiales. Propongo entonces que cambiemos la pregunta: ¿Está nuestro Guayaquil hecho acorde a las necesidades y requerimientos de TODOS sus habitantes? Ambas preguntas se responden con una lamentable negativa.
Sin entrar en análisis profundos, podemos subdividir a Guayaquil en tres estratos, según las condiciones de su espacio público. El Guayaquil periférico de lodo y polvo; sin aceras, vías pavimentadas, ni sistemas de alcantarillado. En este sector no hay cómo poder hablar de espacios amigables con aquellos que tienen capacidades especiales. Sólo imaginen la aventura de usar una silla de ruedas en una calle lodosa en “Monte Sinaí”, luego de un aguacero invernal.
El segundo estrato sería el Guayaquil peri-central; aquel que cuenta con aceras, bordillos, calzadas y servicios; seguramente construidos hace sesenta o cuarenta años atrás. Por el criterio con el que seguramente fueron construidos, estos lugares no cuentan con consideraciones para personas con discapacidades.
Finalmente, llegamos al estrato final: las áreas regeneradas. En teoría, la regeneración urbana debería ser la norma de toda ciudad civilizada. Lo que acá llamamos “regeneración urbana” no es otra cosa que una actualización del standard de la infraestructura urbana. Loja y Cuenca lo han implementado en gran parte de sus áreas urbanas, con mayor éxito y con menos rimbombancia. Quito lo implementa actualmente, bajo el término de “soterramiento”; no sin antes haber sufrido algunas torpezas en su logística.
¿Dónde radica entonces el problema con las áreas regeneradas? El problema no está en la construcción de las mismas; sino en el uso político que le dan las autoridades locales. Las áreas de regeneración iniciales no sirvieron como puntos iniciales de un adecuamiento progresivo y continuo de la ciudad; sino para dar un trato preferencial a ciertos sectores y a ciertas actividades que en ellos se desarrolla. Lo que debió haber sido una herramienta para mejorar la vida todos los guayaquileños se convirtió en una instrumento de segregación.
De nada sirve que se arreglen las veredas y demás espacios públicos de la ciudad, si en ellos no pueden desenvolverse todos los ciudadanos por igual. De nada sirve que las adecuaciones sean un pretexto para impedir que personas con capacidades espaciales puedan ganarse el pan trabajando como lo han hecho siempre, en áreas como el boulevard 9 de Octubre. En ciudades como Nueva York, los permisos de uso de la vía pública no dependen de criterios subjetivos de una falsa estética urbana, sino de parámetros de sanidad. De seguir con esta tendencia, los pocos espacios públicos que nos quedan se morirán como los pocos árboles que nos quedan en las calles; y se transformarán en insípidas vías de circulación, sin vida, y sin el tan anhelado desarrollo de una colectividad ansiosa por superarse.
Arq. John Dunn