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Y alguien me contó un secreto que yo debía guardar, a medias. Me dijo que el asunto era grave, que si la sociedad se entera lo tumbarán, lo pifiarán, lo repudiarán. Me ha jurado que es verdad y remató con un “por favor no digas que yo te dije”.

Bien podría ser un chisme, un cuento de vecina. Solo que a la vecina no le importa que yo lo divulgue porque lo que busca en realidad es que todo salga de nuestras dos casas y entre a otras. Aquellas que no pertenecen a nuestro barrio.

Tengo material y puedo divulgarlo, tengo un privilegio. Único costo: mi informante no tiene nombre, apellido, rostro, ni dirección. Es un ente abstracto.

Tú confía, serás etéreo y entonces yo –inmediatamente- dudo.

La reserva de la fuente periodística es una obligación (sí, en negritas y subrayado) que debe cumplir un periodista, cuando se la solicitan. Solo que no es un derecho que deba ganar de forma inmediata ninguna fuente.

En periodismo el chisme no sirve, sirven los hechos. Si no los compruebo no tengo trabajo.

Cuando un cualquiera –editor, coordinador, jefe de contenidos, columnista, hasta llegar a la artillería que merece más respeto: reporteros y pasantes- recibe un dato, debe comprobarlo. Hasta ahí, bastante conocida la naturaleza del oficio.

Luego llega otra característica, que parece sobrentendida, lógica y hasta humana y sin embargo, se pasa por alto. La reserva de la fuente no se aleja al concepto del bien común: toda información debe comprenderse como un bien social y no como un simple producto.

Mi vecina apenas me ha dado el germen de lo que podría ser una noticia. Y lo primero que tengo que preguntarme es: ¿y por qué me lo cuentas a mi? ¿por qué ahora? ¿por qué no antes?

El pedido de anonimato ha sido utilizado para desprestigiar a otros siempre que la fuente sepa que tiene en frente a un “tonto útil” y entonces, en lugar de dar datos, da opiniones. Ojo, la reserva de la fuente debe guardarse exclusivamente en casos en que se otorgue información. Si quiere opinar, ponga su nombre. Recordar: tengo un bien social, no un producto. Reporto apegándome a intereses colectivos, no personales.

Cuando una fuente quiere desprestigiar, busca a quienes ansían el producto. Aquellos que persiguen la tapa de impacto, la portada más vendida y el titular que suba el rating.

No va a buscar a quienes les tienen lealtad a sus lectores, aquellos que siguen una máxima que para la mayoría resulta chocante: “Un periodista nunca tiene la despreciable idea de colaborar con su fuente, lo que quiere es escribir SU historia”, Anthony Lukas, ganador del Pulitzer.

Resulta que SU historia es la apegada a la honestidad, la que evidenció que la vecina tenía razón en pedirme que busque más puertas sin decir que el timbre lo había tocado otro dedo. Y entonces vecina mía, te ganaste mi respeto; mi promesa de confidencialidad se mantiene intacta. Si me mentiste la promesa se cae. No voy a delatarte, simplemente no existirá publicación y no recurriré a ti en futuras ocasiones.

Y claro que existen ejemplos de ese otro lado de la moneda. El anonimato informativo ha logrado dar a conocer casos donde sí se ha pifiado, repudiado y hasta renunciado. Watergate es el más célebre y no solo por “Garganta profunda”, el principal informante, sino por todos aquellos atemorizados que conocían el proceder del Partido Republicano y confirmaron lo que alguien inicialmente mencionaba: Richard Nixon autorizó escuchar ilegalmente al Partido Demócrata y allanar su sede en 1972. Nixon tuvo que irse.

Entonces, hay que medir la magnitud del caso. La reserva de la fuente debe ser la excepción a la regla. Y cada que se haga esta concesión será pensando en mi bien supremo: mi audiencia. Es ella la que confía en que yo previamente haya dudado. No mi fuente. A esta última pregúntele directamente: ¿por qué a mi? ¿por qué ahora?.