“El teatro no tiene categorías. El teatro se trata de la vida. Este es el único punto de partida y no hay ninguna otra cosa que sea verdaderamente fundamental. El teatro es la vida.” Peter Brook, La Puerta Abierta.
Hace no mucho me embarqué en un –al menos hasta hoy– infructuoso debate sobre ética con un troll a quien llamaré cariñosamente “Troll”. Este se dio porque tuitié, mientras cepillaba a mi chihuahua: “El verdadero arte siempre es ético”. Troll me respondió: “¿podrías definir ‘verdadero arte’ y ‘ético’ en tu contexto? ya q arte es algo más allá”. Prescindamos de la perfecta redacción y del poético “arte es algo más allá” y pasemos a la respuesta, que me tomó unos 240 tuits y algunos años de vivir la transición o habitar el espacio (¿vacío?) entre la creación literaria y la dramatúrgica para entender lo que sucede con el público de cualquiera de estas dos, que, en ambos casos, es lector de una realidad.
Si, como dice Peter Brook, el teatro es la vida, entonces el gran compromiso que tiene un artista con su público (y un escritor con sus lectores) es el de dar todo lo que puede dar, ser lo mejor que puede llegar a ser y no dejar de buscar nunca la honestidad en su oficio. Es decir, ética y estética. Juntas. Café para dos. Fumando un cigarrillo a medias.
Es un gran compromiso.
¿Por qué es un compromiso ético el que un artista busque ser el mejor artista que puede llegar a ser? ¿No es eso simple vanidad?
Gracias por preguntar, estimado inquisidor imaginario creado con fines retóricos. Si uno pasa revista a los griegos clásicos y a los sabios orientales, se dará cuenta de que la misión de los filósofos y de los artistas era la misma: la búsqueda de la verdad y el amor a esa búsqueda que a veces es placentera y a veces, muy dolorosa (pero no hay que hacer de ese inevitable dolor un monumento al narcisismo, estilo “ay, cómo sufrimos los artistas”). Los filósofos eran artistas. Y los artistas eran filósofos. Los filósofos no “hablaban” de filosofía: la vivían, la practicaban en la plaza, en el campo, en escenarios indeterminados. El artista, así mismo, practicaba los principios estéticos que nacían de la filosofía en un escenario determinado. El artista debía ser muy bueno en lo que hacía porque, de lo contrario, se rompía el “contrato” con el público: el cese de la suspensión de juicio impediría que los espectadores se hicieran las reflexiones necesarias y alcanzasen así la catarsis. Un artista, un escritor, por lo tanto, se forman para ser el mejor porque esa es la única forma en que la complejidad de las ideas alcancen a ser representadas; la técnica no debe limitar el contenido: al contrario, debe permitir que las ideas se expresen, se enriquezcan y resignifiquen en el cuerpo, en el papel y en el proceso de la representación a la recepción.
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Un artista que busca ser el mejor es aquel que logra conmovernos con su música, sus palabras, sus gestos, su voz, sus ideas; y que no busca la fama porque sí, sino que se mueve por el deseo de, a través de su arte, conectar con los demás, conmoverlos, hacerlos parte de su búsqueda: eso genera compromiso, y un receptor comprometido nunca es pasivo.
Por eso, creo que hay preguntas que, de rigor, debemos hacernos antes de escribir o de enfrentarnos al público: ¿qué pienso realmente de esto? ¿Qué quiero lograr y por qué? Si la respuesta es algo similar a “la gloria”, “un viaje a Europa”, “reconquistar a mi ex” y demás cosas que uno haría si se ganara la lotería, sonará una sirena y se abrirá una compuerta bajo nuestros pies. Y caeremos a otro infierno o a la recámara de Alfonso Espinosa de los Monteros. Si, como creadores, nos formulamos y respondemos esas preguntas con honestidad, lograremos que los lectores también lo hagan y se encaminen a su propia búsqueda y se sientan parte necesaria de nuestro proyecto, que alguna vez fue de alguien más. La catarsis se da cuando sentimos que somos parte de algo mucho más grande y que solo en esa interdependencia hay algo real.
¿Y el troll qué función tuvo en todo esto?, se preguntará un lector atento.
Denise Nader