Un crimen inspirado en un villano del cine, pero de lo último de lo que se habla es de cine. Como diría el entrañable Marilyn Manson: comenzó la cacería de brujas. Si la masacre de Columbine (la primera en su especie) trajo a colación el problema de las armas en EE. UU. y resucitó añejos temores sobre esos personajes “oscuros” del rock (hubo muchos que pusieron el dedo sobre el señor Manson), la de Aurora, Colorado, ha sedimentado la paranoia en un país ya paranoico y ha reconfirmado que los sicóticos están más cerca de lo que uno cree. Esto, según toda la parafernalia mediática para la cual acontecimientos como este son una bendición de contenido. Si no hay otra, podríamos considerar a esta como la masacre del año y saldadas las cuentas. Ahora, para todo esto habrá que echarle la culpa a algo o a alguien, y es ahí en donde entran los avezados especuladores como yo. En los EE. UU., el germen del asunto sigue siendo el acceso a las armas y toda la contienda política que gira alrededor de la tenencia legal. Pero pocos son los que retroceden un poco y escarban los verdaderos motivos, los cuales ya dejaron de ser un hecho aislado cinco masacres atrás para convertirse en un síntoma social.
Lo que nadie reflexiona es que tener armas no quiere decir que vas a usarlas para matar al prójimo. Tener armas no significa que un día te vas a levantar con el pelo teñido de naranja, vas a ir al cine más próximo y vas a disparar a quemarropa a todos los presentes, porque sí, porque eres malo y porque tu villano favorito del cine haría algo similar. ¿Las armas causan esos impulsos? No lo creo. Las armas de fuego facilitan –digamos- una matanza masiva, pero su inexistencia no evitaría el problema medular, tomando en cuenta los antecedentes que tenemos desde Columbine. Probablemente el hombre en cuestión hubiese usado un arma blanca y asesinado con suerte a dos personas. Ello, por supuesto no causaría tanto revuelo y tal vez sería tomado como otro caso de delincuencia común. La diferencia aquí está en la proyección que tiene el tema y la dimensión fantástica que toma al pasar por el filtro de los mass media. Lo que una vez empezó como ficción (cine), regresa nuevamente al nido de la ficción. Ver las imágenes por TV o leer la historia por internet no nos sugiere más un hecho concreto, la mediación de la pantalla y demás soportes hace que las cosas tomen cierto tinte mítico-ficticio.
Hace unos días, una amiga norteamericana aseguraba que antes de Columbine estos asesinatos masivos jamás ocurrían. Hoy levantas una piedra y encuentras uno. La discusión sobre si antes sucedían o no es irrelevante en este punto, lo que importa es que desde que tenemos una gran conectividad debido a la globalización y demás, la idea de liquidar gente en lugares públicos se volvió popular entre los perturbados mentales. Una especie de efecto dominó que te garantiza cierta notoriedad mediática y que pone un rimbombante final a tu existencia, eso, si te suicidas en el acto. Cosa que no ocurrió con el señor Holmes y que tiene a la opinión pública frotándose las manos pues “por fin vamos a comprender qué motiva a un asesino de este tipo”. Porque, por supuesto, este ya es un nuevo tipo de asesino. Una pena señores, el acusado en cuestión asegura no acordarse de nada…
En el tema de los locos matando a tiros a inocentes hay cantidad de chivos expiatorios, el de las armas es el principal y el más notorio. Pero detrás de esa humareda que queda luego de la explosión se esconde un intrincado sistema social cuya implacable organización hace que para muchos simplemente sea inalcanzable. Es muy fácil ser un inadaptado social en un país del primer mundo, basta con ganar dinero por debajo de la media y ya inmediatamente te conviertes en marginal. No obstante, estos casos van mucho más allá del dinero, de hecho, ninguno tuvo que ver con plata, se trata más bien de una exclusión psico-social -a mi modo de ver- que se produce por esa incapacidad de adaptarse al entorno o al ritmo del tren del sistema. No a todos les afectará de la misma manera, no todos tendrán tendencias criminales o sicóticas, muchos quizás se replieguen en sí mismos y no lastimen a nadie. Pero esos pocos que se atreven a rasgar las vestiduras del sistema son los que hoy tenemos como personajes encarnados salidos de un thriller de Hollywood.
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Más allá de si estos asesinos consciente o inconscientemente se han tomado los unos a los otros como ejemplo a seguir, está la idea de una sociedad que cada día se vuelve más opresiva en cuanto a lo que se espera de una persona y que muchas veces está completamente divorciada de las aspiraciones individuales. Holmes era un estudiante de Neurología, becado, supuestamente brillante, que colapsó por un examen que reprobó. Eso es lo que cuenta el teléfono dañado de los medios. Luego de eso, dicen, empezó a amasar odio. No sabemos. Lo cierto es que en varios de los casos hay un claro proceso de aislamiento, un separarse de los otros y abandonarse a una dinámica de autoexclusión que es alimentada por ese maravilloso mundo perfecto al que no se pertenece o no se puede pertenecer.
Pero toda esa burbuja de construcciones sociales en la cual cada persona debe ejercer un rol tiene su límite. La presión, en el sentido figurado y en el material, puede llegar a acumularse tanto que un necesario desfogue debe ocurrir para que las cosas no estallen por su propio peso y se arme un caos general. Es ahí en donde se producen pequeñas filtraciones o resquebrajamientos del sistema que permiten que ocurran cosas de este tipo. Por ahí es por donde fluyen los desechos del sistema, que más bien vendrían a ser “errores” de todo ese intrincado tejido social.
Ahora, no siempre una forma de alivianar las cosas es la ruptura en sí del sistema. El cine, la literatura y el arte en general han sido tradicionales vehículos de desfogue social, desfiladeros de lo bueno y lo malo, de lo correcto y lo incorrecto, de lo sublime y lo terrible. Un necesario drenaje a toda la tensión generada por esa voluntad neurótica de hacer calzar todo en su lugar (hablando de sociedades desarrolladas, claro). El problema viene cuando esos desfogues desde lo aparentemente inofensivo de la ficción no son suficientes. Cuántos no habremos soñado alguna vez con poner una bomba en lo que se llamó Honorable Congreso Nacional, o en regalar un pastel envenenado al profesor que hizo que casi te jales el año en segundo curso porque te puso cero gracias a tus nulas habilidades para copiar sin ser visto, o que el famoso tren pisara por fin a alguien: al grandulón que te hizo bullying durante toda la secundaria… De historias como estas está lleno el mundo y gracias a los dioses del Olimpo, viven en el sano reino de la imaginación.
Aurora, Colorado, simplemente es ver como nuestros monstruos se materializan y cobran vida porque simplemente no les fue suficiente la ficción…
Rocío Carpio