“Cómo se te ocurre que vas a llevar whisky al Chagra. Se bebe puntas, o en su defecto aguardiente, como corresponde”. Mi viejo, petaca en mano, arranca con las lecciones chagrísticas mientras nos preparamos para desfilar en el Paseo Procesional del Chagra, edición número 29. Me chantó un poncho rojo, sombrero gris, botas cowboy de mi madre, zamarros de cuero, bufanda azul. Listo el disfraz. Al ritmo de Los Chalchaleros -con los que mi papá me ha torturado desde chica- manejamos desde la hacienda (Gualilahua de Terán, REPRESENT) a Machachi, capital mundial del Chagra, para encontrarnos con Hugo, el chagra más rudo.
A pesar de haber crecido en una hacienda, soy un ser absolutamente citadino y durante mi adolescencia luché en contra de los fines de semana campestres a los que me obligaban a asistir. Hoy agradezco haber sido criada entre naturaleza, vacas y estiércol de caballo aunque sigo prefiriendo el ruido y el smog y el tráfico y el cemento de la ciudad. Entre mis hermanas soy la única que se rehusó a tomar clases de equitación, por lo tanto parezco un saco de papas que se mece de lado a lado al ritmo del galope.
El primer Paseo del Chagra se celebró en 1983, “yo era parte de la Cooperativa Agrícola de entonces”, recuerda mi padre con nostalgia. Es la primera vez que desfila en 15 años, y lo hace solo por insistencia mía. Hugo ha participado varias veces pero ya no le gusta tanto “porque se ha llenado de quiteños faranduleros que de chagras tienen poco y nada”. Voy a desfilar montada en un caballo de pelaje castaño y un porte envidiable, llamado Marlboro. Nos miramos a los ojos y estoy segura que él piensa “fuck, me tocó la chama que no sabe montar, esto va a ser terrible”, pero lo acaricio y le digo que todo estará bien, que haré mi mejor esfuerzo y que esto tendrá que ser un trabajo en equipo.
Los participantes están numerados y el número indica el orden en el que se debe desfilar. Estamos en los 1400’s, en la cola del desfile, que cuenta con aproximadamente 2000 jinetes. Vienen haciendas de Chimborazo, Cotopaxi, Riobamba y hasta de Santo Domingo de los Tsáchilas. ¿Qué hace un chagra en Santo Domingo…? no sabría decirte. Si hacemos cálculos: 2000 jinetes (predominan los hombres, pero hay desde bebés de meses hasta mujeres embarazadas), más 2000 caballos, más carrozas alegóricas, más tractores, más camionetas con disco móvil, más grupos de danza folclórica, más bandas de pueblo y por último, el público espectador que llena las veredas, el resultado es que se arma un guaguancó del San Putas. Todo esto, como es obvio, con botella en mano.
No solo de puntas vive el chagra y acá abunda el Zhumir Durazno y el vino en Tetrapack. La media de norteño se vende a 15 dólares. Hugo está indignado, pero bebe igual. Mi viejo no solo tiene una petaca de un glamour que es cosa seria, además se trajo hasta un vasito de shot “uno es chagra, pero elegante”. Son las 10:00, sobre nosotros se posa un sol canicular y ya empezamos a beber. Pasa un hombre con un zamarro grande y de abundante pelaje. “Mientras más pelo tenga el zamarro, más pinta el chagra”, me dicen. Un colombiano se pasea con una maletita de ruedas vendiendo “whiskeras”: botellas de vino pintadas e insertadas en un cuerno de toro. “No incluye el alcohol”, aclara.
Pasarán horas antes de que podamos empezar a desfilar. El punto de partida es el Estadio Municipal “EL CHAN”. Estamos subidos en los caballos, una sudoración gracias al atuendo que ni te cuento, y en frente hay un grupo de Pintag, todos con ponchos del mismo color y una organización destacable: mientras uno carga la jaba de Pilsener en sus hombros, otro se dedica a destaparlas con la boca y se las pasan de mano en mano, en plan minga chupística, entre los 15 miembros del clan. Los manes tienen hasta una gritona oficial, que cada 5 minutos vocifera: “QUE VIVAAAAAAAAAAAAAAA PINTAG!!!!!!!!! QUE VIVAAAAAAAAAAAAA SANGRE CHA-CA-RE-RA, QUE VIIIIIIIIIIIIIVA MACHACHI”. Fue divertido las primeras 5 veces, después la quieres matar. Papá: “Así mismo le ha de gritar al marido”. Hugo: “Si así grita, imagínese cómo pega”. ¡Salud!
A las 14h00 estamos desfilando por la avenida principal del pueblo. A los lados nos aplauden y nos miran y también se ríen de nosotros y nos sacan fotos. Hay hombres que con espuelas hacen que el caballo se pare en dos patas. Hay un ebrio en frente mío que se para en la montura para impresionar a las damas. Hay mucho chagra con Blackberry. Hay muchas chagras bonitas, desfilando con sus mejores galas y maquilladas a la perfección -creo que acá también se elige Rostro Yanbal, pero nadie me avisó. Hugo monta a una mujer en el anca de su caballo, amenazamos con mandarle fotos a su esposa pero asegura que la chica es su sobrina. En una de las tribunas nos lanzan funditas con “caca de perro”. Para sorpresa mía y de mi sorpresa, la agarro en el aire y hago un gesto de “gracias” con el sombrero. Ya está, si mis sueños en la vida fallan, me hago chagra. Una hora más tarde terminamos de desfilar por las calles de Machachi y es hora de almorzar y de una dosis de toros de pueblo.
Almorzamos hornado en vajilla de espuma Flex, con cuchara y tomando Pilsener caliente en vasito de plástico, sentados en sillas Pica blancas -con el hermoso panorama de una cabeza de chancho con la boca entreabierta y un tomate dentro de ella- en una de las carpas montadas fuera de “la plaza”. La plaza es en realidad un canchón de polvo alrededor del cual se han construido tribunas improvisadas de madera -llamadas chicanas- de varios pisos. La edificación se puede desplomar en cualquier momento pero nadie parece temerle a esta idea. Subimos a un segundo piso, compramos más Pilsener caliente y arranca el primer toro de la tarde. “Toros de pueblo sin muertos, no son toros de pueblo”, sentencia mi padre. Unos 100 hombres -calculo que más de la mitad anda en una borrachera de esas memorables- coquetean con el toro para que éste les corra. Para lograr la atención de la res le lanzan desde mandarinas hasta botellas de cerveza. Hay unos vestidos de chagras y otros con zapatilla de caucho nike, gafa reyban y chompa ajustada de cuero. Hay unos montados a caballo y el público pide que los expulsen: “el toro sigue al bulto más grande, entonces es una desventaja para los que van de a pie. Además se mueren muchos caballos”, me explica mi vecina de asiento.
En el graderío hay dos gringos que acompañados de dos señoritas locales miran el espectáculo, toman fotos, beben y comentan todo en un español esforzado pero inentendible. Todos estamos esperando la primera gran cornada del día. Un par de suertudos se han escapado, pero un joven de calentador azul y camiseta blanca es alcanzado por el toro, zarandeado de un lado a otro, arrojado por los aires y finalmente pasado por encima como trapo de cocina. “Ambulancia, favor acercarse a la tarima”, se escucha por el alto parlante. La gente está con la adrenalina a tope. No se mueve el hombre, no reacciona, “está muerto, muy duro le agarró”, comentan. Le lanzan cerveza, una horda de personas se acerca al desmayado, unos le intentan robar, otros intentan cargarlo hacia la salida.
Cervezas van, cervezas vienen, ya hemos visto a 6 toros entrar, chuspear y regresarse. “Son toros jugados, ya conocen la dinámica y por eso van directamente al cuerpo y no al capote”, me explica mi viejo. Es decir que estos mismos toros han estado de gira de pueblo en pueblo, de fiesta patronal en fiesta patronal. No es la primera ni la última vez que hacen esto y se les nota, pues cumplen su rol a la perfección. Es un evento familiar, quizá el gran evento del año para los machacheños, que lucen sus galas domingueras. Hay bebés, niños, parejas de novios, abuelas, y hasta un chihuahua que ladra en medio del relajo. Se venden huevitos chilenos -bolas de harina de maíz de un color amarillo de dudosa procedencia-, algodón de azúcar, chicleschupetescarameloscigarrillos, cuerito de chancho y más pilsener caliente de a dólar, todo enmarcado por el Rumiñahui y el Pasochoa en un día de verano con nítido cielo azul y animado por un viejo que, micrófono en mano y subido en una tarima, comenta todo con tono de locutor exagerado, anima a la gente a festejar sanamente, pide que gritemos “FUERA” a los de los caballos, se encarga de agradecer al prioste de las fiestas por poner los toros, comentan las “faenas”, ruega que beban con moderación, mete publicidad de los auspiciantes y, básicamente, no se calla NUNCA.
Venimos tomando desde las 10 de la mañana, son las 6 de la tarde y se llevan al último toro de la tarde. Hora de regresar a casa. A la salida hay un par de borrachos que, birra en mano, balbucean cosas sin sentido y se abrazan (como a todo borracho, al chagra también le pega el lado cariñoso de la cuestión). Está todo lleno de basura, de botellas vacías y de varios cuerpos ebrios que se echan la siestita a la vista de todos, en el suelo, como perros. Los hombres hacen pipí donde sea, donde puedan. Las damas alquilan un baño a 25 centavitos.
Lo que he visto hoy es quizás, la ecuatorianeidad de la sierra en su máximo esplendor. El chagra es ojialegre, borrachín, cojonudo, y más que nada: orgulloso de ser chagra. Aprendí, además, que la cerveza tiene varios usos: acompañar el almuerzo, despertar a desmayados, encabronar al toro y, sobre todo, animarse a hacer cosas que el chagra nunca haría sobrio, como lanzarse al ruedo. El chagra es callado y timidón hasta que se chuma no más. Me voy alejando, medio sobria/medio entonadita, saludando al Cantón Mejía en las fiestas de su fundación.
Nessa Terán