Debo hacer una advertencia antes de empezar este breve comentario que Rafael Lugo, en lo que parece ser su infinita ingenuidad, me ha pedido que haga sobre su más reciente novela: 7.
La advertencia radica en que estas no son sino las aproximaciones a la realidad a través de 7 (de Íñigo, realmente) de un observador incauto. El observador incauto es, según mi propia definición, un pendejo. En el mejor y el peor sentido de la palabra. Un pequeño que no sabe nada y solo tiene los sentidos para acercarse a la literatura que (como apunta Lugo en 7) es mejor que la realidad, aunque ésta última suele superarla. 7 es para ser leída en pelotas, llucho, como dicen en aquel pueblo habitado por 2 millones de enemigos y un puñados de habitantes. Desnudo de los prejuicios, de expectativas y sobre todo de la construcciones idealizadas. Porque ahí radica el valor de 7: en eliminar todo rastro de idealización, mal endémico de este Absurdistán que habitamos, negando la caricatura facilista a través de la cual se lo ha retratado.
Las notas preliminares sobre 7 las escribí –por pura premonición admonitoria– con tinta roja. 7 es un gesto de la mano del autor, un trazo decidido y traicionero. Entre tanto apunte y tanto apunte, la pluma roja elegida fue secándose y yo sentía que me pasaba lo mismo a medida que avanzaba (con la vocación desaforada de los lectores ingenuos) por la novela. La tinta roja con la que 7 parece estar escrita no es, sin embargo, como la del bolígrafo que utilizaba yo mientras avanzaba por entre el Quito de Íñigo -¿o el Quito de Lugo?– (que tal vez es el Quito que queremos), los pasillos del manicomio en el que estuvo interno el personaje hasta que murió su abuelo; pasillos laberínticos que –para mí– huele también a creso, que se angostan cuando el paciente ruega porque se ensanchen y que se vuelven infinitos cuando el desquiciado daría la vida por que terminen en algún lado. La tinta roja con la que parece Lugo haber parido a Íñigo se parece más al hilo violáceo que carga la última gota de sangre que escapa al cadáver.
7 es un libro pasional. La vida y la muerte se llevan en la boca, en la piel, en los cortes de la muñeca, ruedan por las escaleras y llueven sobre el lector como esas salvas de mercurio y fuego de los aviones que se entierran contra Guápulo, como ya ha pasado antes en la realidad –que como bien apunta Lugo es un pastel de mierda–. Y el lector, como ecuatoriano que es (borracho, enamorado y con la música a toda puta, como afirma Lugo en Veinte, su anterior novela) decide avanzar porque lo puede el morbo, el asco, el desenfreno y, sobre todo, el encuentro empático con la locura que desencadena las pasiones más destructivas en Íñigo.
En 7 se revisa el amor, la amistad, la ciudad, la religión, dios, el diablo, la felicidad. Se revisa, además, la ley (que es como la comida fermentada, solo se encuentra en el menú de los pobres), el Ecuador, la familia (que dice Lugo actúa como la Iglesia Católica: esconde a sus depravados hasta cuando no pueden esconderlos más: entonces los matan, les inventan un milagro y los canonizan) la política, el sexo y la música. Sepan ustedes, queridos amigos, que la única que sale bien parada es la música (Y Gustav Klimt, lo que se entiende perfectamente) y que la única constante es el sexo. Y el Jack Daniels, obviamente, que el whisky debe ser lo único que ateos y creyentes, izquierdistas y derechistas, feministas y el directorio del opus dei estén de acuerdo. Por eso es que para Íñigo –y es entonces cuando el lector hace propias las coartadas del protagonista y el autor– las vidas son dispensables; la música, el Jack Daniels y Klimt, no.
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7, especialmente Íñigo, su protagonista, su centro gravitacional, alrededor del cual giran Belén, Pamela, Caridad, María Eugenia, Virgilio, Teo, carece de los lugares comunes que los desahuciados y los mediocres confunden con la poesía o el amor; de aquellos que asumen el sufrimiento como la derrota; de aquellos que creen que tiene algún valor escribir en tinta verde, porque Neruda también lo hacía; cuando la realidad es que en la literatura (y en la vida) lo sustancial radica en qué y cómo se escriba; en qué y cómo se haga, así se borronee sádicamente con bosta en las paredes. Todo lo demás es una caricatura que hace reír, enternece y da pena, como la del enano que parado junto a una planta de jardín se cree dueño de un baobab.
Lugo reniega de ese dualismo tan propio de nuestra civilización: el bien y el mal. Aquél es bueno, aquél es malo; por ende, me puedo sentir identificado con tan solo uno de ellos y debo, necesariamente, odiar al otro. Eso es un falso dilema y es, además, imposible. La condición humana es mucho más compleja y 7 invita (y yo secundo) a dejar de pensar en función del bien y del mal, de lo aceptado y lo proscrito y propone un ejercicio sobre lo humano. Invita a sufrir sin amor, a amar sin bondad, a apropiarse para poder disfrutar el momento de dejar o destruir. Ser humano no es ser el bien o el mal, sino “ser la bisagra del bien y del mal”, como Iñigo. Ser el asesino que luego extraña a los asesinados, como Íñigo.
Íñigo es, también, un observador incauto. Cuando uno avanza por los días que componen siete (cuarenta y seis –un número que para fortuna nadie asociará con ningún significado esotérico y eso ya es ganancia) se pregunta si el observador incauto es un miedoso posmodernista sin iniciativa o un voyerista cuya determinación es precisamente aquella de fisgonear sin delatarse, de actuar solo en el momento preciso, de pasar inadvertido a pesar de que por de bajo de la camisa el corazón se le desboca de emoción y debajo de la falda o el pantalón se le despiertan los apetitos.
En ese voyerista se convierte el lector frente a 7. Tiembla de la emoción pero mira a los costados para que nadie sepa que se ha excitado con esas aberraciones o, peor aún, que siente cariño y pena por Ìñigo y además, quiere, sí como ellas, sí, salvarlo.
En esa laberinto nos adentra Lugo. Y lo hace a propósito. No, no se dejen engañar por la sonrisa amplia y los ojos amigables del autor. Lugo decide llevarnos a esa soledad en la que se encuentra, aunque no le importe si tomamos o no el desafío.
Uno cae en cuenta, en algún momento, que tal vez Íñigo no sea sino una coartada de Lugo; pero en seguida duda y piensa que no, que sí existe y tiene miedo de encontrárselo en el House of Rock de Quito. Entonces caerían muchos en el quiteño error que Íñigo descarna: fiscalizar mucho más de lo que lee, criticar mucho más de lo que entiende.
Porque Quito es un convento. Un conventillo. Y desde hace algún tiempo el convento se ha mudado al delta del río Guayas. Tampoco, ustedes otros, incrédulos (¿nosotros?) debemos darnos por bien servidos porque como advierte Lugo la incredulidad lleva al rezo, el rezo de vuelta a la incredulidad y sólo después de esa incredulidad (que es diferente a la inicial) se empieza a leer.
Solo entonces venceremos la quiteña manera que Lugo evidencia; solo entonces cerraremos la sucursal mayor del conventillo: solo cuando comencemos a leer más de lo que nos atrevemos a criticar.
Ya muchos tal vez queramos justificar nuestras pequeñeces pero 7 vuelve a impedirlo cuando Íñigo nos lanza en la cara una verdad del tamaño una catedral: “la mierda propia no es tan repugnante”.
La mierda propia es un elemento común a todos los personajes que nos habitan, que dialogan dentro de nosotros; que nos permiten las más horribles perversiones y los más amorosos sacrificios. Eso es el ser humano. Por eso el hedonismo, el cambio de los valores, la destrucción de la visión idílica del amor y la amistad a través de perversiones tiernas, lo útil de fingir (según la conveniencia) locura o cordura, la negación de las personas y de las palabras, y la complacencia del ego son victoria en 7.
A propósito de la locura y la cordura que mencionaba, 7 revela claves propias que solo conocen aquéllos a quienes la neurosis se les ha escapado de las manos y han despertado una mañana sin poder distinguir si siguen viviendo el sueño. Entonces van al psicólogo y juegan y manipulan a sus tratantes.
Porque la industria de la psicología es la industria de la autoayuda. De esos mismos recetarios que idealizan las relaciones humanas, de aquéllos que se aferran a las esperanzas cuando deberían perderlas. De saber que cuando las causas están perdidas, lo están, que el mundo está jodido desde siempre y para siempre y que lo mejor que podemos hacer es sobrevivir a él sin esperar un milagro redentor. “Los milagros son para idiotas; las felicidad es cosa de idiotas” dice Íñigo. Sí, porque el mundo está repleto de demasiados Pachelbeles posmodernos que cuando les suena el teléfono un domingo cualquier corren a él, con el presentimiento inequívoco de que es el amor perdido y añorado que vuelve, y cuando alcanzan a contestar no es sino una de esas vendedoras de seguros médicos a distancia explicándole los maravillosos beneficios de la cobertura que su empresa ofrece.
Eso es 7. Un acto de redención a través de la condenación. El triunfo del egoísmo, del placer, de la carne, del mundo y del demonio. Es la victoria sobre la idealización, sobre la visión idílica que no retrata, sino que caricaturiza. Es dejar atrás ese “amar a pesar de lo que eres “ para amar más honesta y brutalmente, con un pie pisando en el odio y la tragedia, la inminencia de lo más terrible y abominable y la certeza de que todo pronto puede acabar. Eso termina siendo redentor y más hermoso que cualquier otra cosa, especialmente por ser más humano, pues es aceptar que nada es lo que queremos y que muchas veces solo somos lo mejor de nosotros cuando terminamos de ser lo peor y lo más bajo, cuando hayamos negado al otro; al punto de destruirlo en el momento en que pensaron eran más felices que nunca y lo dieron todo por sentado, respondiendo a los clichés y se sentaron a escribir en tinta verde la tragedia que está por llevárselos delante.
José María León Cabrera