Acompañaba a mi jefe a almorzar en la cafetería del estudio jurídico en que trabajo y conjugábamos bromas con las preocupaciones laborales que la tarde —aún no lo sabíamos— ya no nos iba a deparar, cuando de repente oímos los gritos. Yo pensé en la habitual chacotada del mediodía. Mi jefe fue más suspicaz. ¿Qué pasaba? Abrí la puerta y vi a mis compañeros, algunos con calma, otros con incipiente desesperación, moverse de un lado a otro, vociferar, gritar, reírse nerviosos, hasta que atisbé el motivo de tanto frenesí: parece que hay un incendio.
Seguramente se trataba de algún fueguecillo controlado, diminuto, inofensivo. Al fin y al cabo, no sonaba ninguna alarma de incendio y el personal de seguridad no nos había avisado nada. Pero, ni modo, para qué arriesgarse: lo mejor era salir por si acaso. Con toda la tranquilidad del mundo, emprendí la lenta tarea de recoger mi laptop y algunos papeles, cuando una compañera de trabajo me llamó al celular para decirme a gritos que abandonara el edificio de inmediato. No entendí su insistencia, pero sospeché, recién, que algo andaba mal.
Despejada la oficina, me dirigí a las escaleras internas de emergencia. Desde allí pude ver el volumen angustiante de humo que inundaba a la otra torre, la de las cámaras de Comercio e Industrias. Bajé las escaleras. En uno de los pisos, una pila de cartones bloqueaba la salida, que tuve que mover a prisa para que la gente pudiera salir, y seguí bajando hasta llegar al escenario principal de la catástrofe: la terraza del mezzanine.
La torre de al lado era una colosal chimenea sin huecos, blindada con ventanas herméticamente cerradas, que debieron ser destruidas a golpes por los trabajadores cautivos para no morir de asfixia. Desde el piso 4 de la Cámara de Industrias se había improvisado algo así como una soga negra, templada hasta la terraza, sobre la cual se abalanzó, con las manos peladas, una señora que a los pocos segundos no pudo sostenerse más, seguramente quemada por la fricción insufrible de la soga, y rebotó contra la baranda de la terraza antes de caer muerta en el piso, frente a la mirada atónita, vidriosa e impotente de quienes ya habíamos logrado escapar. Y no salíamos del impacto cuando vimos, en el mismo piso, a una mujer balanceando a un niño —supongo, su hijo— por la ventana. ¿Lo iba a lanzar? ¿Lo estaba meciendo en el aire fresco para que la criatura no muriera ajusticiada por el humo? Empezaron a subir los policías, mientras la gente coreaba “¡no, no!” a la señora y los primeros bomberos se iban instalando para lo que sería un arduo rescate.
Luego de calmar a un compañero de trabajo que comenzaba a perder los estribos, yo —inhibido y poco ducho en el oficio de salvar vidas— decidí retirarme y no entorpecer la labor de quiénes sí sabían —espero— manejar situaciones como aquella. En la prisa, había olvidado las llaves de mi carro, que durmió en el parqueo de ese edificio finalmente tornado en cementerio de tres seres humanos, incluido un bebé que reposaba ocho meses en el vientre de su madre.
Cuando logré despertar de mi aturdimiento, alrededor de una media hora después de abandonar Las Cámaras, volvió, punzante e insistente, la imagen de la caída fatal de la señora, que —ahora lo sé— llevaba muchos años como contadora de la Cámara de Industrias. Y entonces empecé a recrear la impotencia, la angustia, de esas decenas de personas que libraban su desesperada batalla ante la embestida inexorable del humo que se estrellaba contra el cerco inexpugnable de ventanas indolentemente cerradas. Me enteré de que no era el fuego lo que se había propagado, sino solo ese humo asesino que subió, implacable, por los ductos cómplices del flamante panteón de oficinas, a partir de un ¿fortuito? cortocircuito en el sótano. Y me pregunté por qué nunca sonó la alarma. Por qué no se podían abrir ciertas puertas de las escaleras de emergencia. Por qué nunca se detectó a tiempo el humo del sótano, cuando aún se podía evitar que se expandiera, incontenible, hasta ser el victimario de tres vidas humanas.
Y me quedo pensando si realmente fue el humo el victimario.
Ahora recuerdo, atónito, que salimos a tiempo gracias a dos abogadas cuya oficina daba justo al frente del lugar principal de la tragedia y, al ver cómo sus vecinos rompían frenéticamente las ventanas, corrieron despavoridas a alertarnos del suceso a los demás. Casi nadie en mi estudio jurídico se acercó a esa ventana. Jamás supimos lo que pasaba hasta que estuvimos fuera del edificio. Hasta recuerdo cómo algunos abogados, nunca alertados de la gravedad del siniestro, nunca entrenados en un simulacro, utilizaron nada menos que el ascensor para ir, en pleno incendio, a los pisos subterráneos a recoger sus vehículos.
Y en fin, ahora que repaso los hechos, no puedo más que agradecer —con ese alivio lacerante de haber sobrevivido a la muerte ajena— que el incendio, fruto de un infausto azar o una imperdonable desidia, no haya ocurrido en mi torre de oficinas. Porque, de no ser por algún auxilio milagroso de Dios o del destino, lo más probable es que nos hubiéramos dado cuenta demasiado tarde.
Héctor Yépez