Pocas cosas me han molestado tanto en la vida como una tarde esperando el trole en hora pico. A los empujones sin piedad y el roce inevitable de los cuerpos ensardinados a punta de romper las leyes de la materia, se suma la ausencia de disculpas por actuar como un Neandertal en busca de un trozo de mamut. Nadie se fija que existes, solo existe el yo. Pero esa curiosa existencia individualista en realidad es un yo colectivo que se convierte en una inmensa babosa, gorda y amorfa, de gente tratando de llegar a su destino a costa de patear a los otros en el culo. Recuerdo como si fuera ayer -para ponerle algo de falsa nostalgia a la nota- el día en el que en uno de esos estados embudo, reclamé la displicente actitud de los pasajeros. En seguida un: “lárgate a tu país”, me rebobinó el cassette. Con la amabilidad que me caracteriza respondí: ¡Este es mi país, hijueputa!
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Y entonces la impúdica pregunta: ¿Este es mi país? ¿Lo es? Me encantaría darle vueltas al asunto pero este artículo no va sobre pertenencias, identidades y desarraigos, así que a lo que vine. Cuando uno es violentado por sus conciudadanos en el espacio público, la burbuja imaginaria de la ciudad perfecta no tarda en aparecer: Ahhhh… si solo nos tuviésemos el respeto que se tienen en el primer mundo… Ahhhh… Y ¡Plin! de repente, un Deus Ex Machina o una elipsis temporal me trae a la tierra del hiperconsumo, en la que estoy en un supermercado haciendo fila para sacar la copia de una llave cuando de repente, una dama de vestido floreado e inmensas tetas siliconeadas regresa a vernos a mi amiga y a mí, y muy enojada nos dice algo así como: “¡Hey, watch out, you’re touching me!”
Ok. Entendido. No puedo tocar a desconocidos, ni aunque lo hiciera sin querer queriendo. Un momento. Tampoco puedo tocar a conocidos, y quizás ni siquiera a mis hijos… si los tuviera. “No saludar con beso, no saludar con beso, no saludar con beso” fue casi un mantra los primeros días. Esto, porque aunque ya sabemos que los gringos te saludan dándote la mano o a veces ni eso, hay ocasiones en las que simulan una forzada cercanía dándote un abrazo checho que no alcanza ni para cubrir las necesidades básicas de autocompasión. No pocas veces me traicionó el subconciente y terminé dando un beso a quien no debía. Habrá pensando la víctima que soy lesbiana o que fue amor a primera vista. En fin, los días pasan y noto con angustia que cualquier movimiento en falso en un espacio público podría ser considerado “invasivo” o “grosero”. Cada 5 segundos recibo un “sorry” porque alguien me rozó con un papel que llevaba en su mano o con el vuelo de su falda. Un sorry, sorry, sorry, sorry.. hasta el infinito es el nuevo mantra.
Un día conozco una gente en un bar, se creen contracultura, les digo que estoy harta de tener que decir “sorry” cada cinco segundos y me dicen, para mi alivio: “No lo hagas, mándales a la verga y que se jodan”. Sé que ellos jamás lo ponen en práctica y es muy posible que se deshagan en sorrys como el resto. Pero yo lo pongo en práctica. Y empiezo a dejar de disculparme por todo. Por ser grotesca y no entender mi geografía corpórea cuando quiero coger papel higiénico en un Wallgreen… Por abrirme paso entre la gente ya que quiero avanzar más rápido con mi bandeja de comida… Por olvidarme que había fila e intentar preguntar algo a la bibliotecaria… Y es entonces cuando empiezo a rozar a la gente, que salta y se disculpa por un delito que cometí yo. Ya no me hago a un lado para dejar pasar a los trotadores en mi vereda. Ellos se mueven, ellos se disculpan. Todo el mundo sigue pidiéndome disculpas y yo sigo care palo, solo para ver qué pasa. Y no pasa nada. Ahora soy una versión de eso que odié. Soy una militante del tocarse porque sí.
En el país del Tío Sam, la incómoda cercanía de los cuerpos les pone nerviosos. No saben como manejarse a menos de un metro de distancia y entonces hay que pedir perdón por semejante retroceso en la civilización. Tocarse es una baja pasión. Por eso es que todo contacto físico que se amerita “dar” es eludido y es soportable únicamente en la medida en la que es erotizado, mejor dicho seudo-erotizado. La puesta en escena del contacto físico deja de ser incómoda si en ese sainete se revela que los cuerpos se tocan únicamente con fines sexuales. De ahí que esta sea una de las sociedades más hipersexualizadas (pero con un aroma tan impostado), que justamente explota -y exporta- comercialmente esa exacerbada lubricidad. A través de la sobreexposición se disfraza una especie de terror al otro.
No es de extrañarse que en una discoteca común todos los ritmos se bailen igual, exagerando movimientos y sexualizando el contacto. Y que se produzca un fenónemo de reguetonización, por así decirlo. Los cuerpos perrean al ritmo de Rihanna, Lady Gaga o Queen. Da igual. Parecería ser la única manera de soportar la embarazosa cercanía del otro… Me pregunto qué haría toda esta gente si les soltáramos un día en el trole en hora pico…
Rocio Carpio