La Administración Pública tiene ciertos criterios y parámetros de actuación que vienen, en muchos casos, justificados por su finalidad: la de servir con objetividad y al amparo del Derecho los intereses públicos. Hasta ahí todo parece muy claro, pero ¿quién y cómo se define lo que es interés público?
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Esta pregunta ha tenido respuestas a lo largo de los siglos de teoría administrativista, pasando por diversos criterios que justificaban, en mayor o menor medida, las potestades exorbitantes de la Administración para imponerse por sobre los intereses particulares. Hoy en día, es fácil notar que este concepto de interés público ha entrado en crisis, ya que se erige como consecuencia de un vacuo concepto de lo que entendemos como de “interés general” o “bien común”. Esto porque, al fin y al cabo, ese interés público lo define, en última instancia, un funcionario que, de forma provisional y muchas veces arbitraria ―o corrupta―, define e impone lo que EL entiende como de interés general para todos. La pregunta de cajón es ¿a cuenta de qué este funcionario puede decidir lo que él piensa es mejor para toda la sociedad o el colectivo sobre el cual ejerce sus competencias?
Este artículo no pretende ser una crítica a los conceptos de la democracia representativa, directa o indirecta, ―cuestiones que podrían ser explicadas de mejor manera por alguien como @elmediodia―, lo mío, como administrativista, va por una crítica a la obtusa mente de los funcionarios, jueces y profesores universitarios que siempre otorgan, a raja tablas, primacía al interés general por sobre el interés particular, sin que medie mayor análisis sobre si esa determinación fue correcta y apegada a Derecho ¿Por qué debemos asumir que los funcionarios públicos siempre van a interpretar correctamente el interés general y, en consecuencia, dictar actos administrativos que lo protejan?
No hay razón lógica ni jurídica para sostener que un determinado funcionario público representa o conoce lo que es de interés general ―al menos que creamos en algún tipo de unción divina #wtf―, peor aun cuando sabemos que el funcionario es, luego de su jornada de trabajo, un ser humano, con sus prejuicios, limitaciones e ideologías. Creer y sostener el dogma de que estos funcionarios, apenas llegan a sus despachos, se despojan de sus creencias y particulares ideologías, para pensar y actuar conforme lo que ordena el cuasi divino interés general, es una mentira, pero de esas tucas, del tamaño del Génesis.
Hecha esta diatriba contra los conceptos tradicionales del Derecho Administrativo ―no fuera artículo para Gkillcity si no tuviera su cuota de contestatario―, debo enfocarme en lo que vine a escribir: la lógica de la Administración o, lo que es lo mismo, la lógica del repintado.
Como dije, la Administración Pública posee facultades exorbitantes y sus procesos son más lentos y controlados porque, en principio, manejan nuestro dinero y determinan nuestras prioridades ―carreteras, puentes, escuelas, hospitales o ciclovías. Esto demuestra que las Administraciones Públicas actúan bajo una lógica particular que está condicionada expresamente con su finalidad, la satisfacción de los intereses de la colectividad a la que sirven, la cual es muchas veces mal interpretada y abusada.
Esta lógica administrativa que, en principio, es comprensible puede desviarse con extrema facilidad a resultados completamente irrazonables. Existen actuaciones de la Administración Pública cuya lógica parece alejarse completamente de la lógica del hombre de la calle ―o la mujer, pero no de la calle, no quiero ni por asomo infringir las reglas de lo políticamente correcto en estos tiempos en los que las repeticiones de artículos gramaticales en femenino y en masculino parece ser más productivo que el contenido mismo de las normas jurídicas―, por más inverosímil que parezca.
Para probar lo que digo recurro a una anécdota personal. Cuando, hace algún tiempo, me desempeñaba como asesor dentro de la Administración Pública Central aprendí que ninguna actuación de ésta puede ser calificada de ilógica. Simplemente, la Administración parece tener otra lógica distinta, que no coincide con la de los individuos, pero que no por eso deja de ser menos lógica ad intra, paradójicamente.
Un ejemplo claro de esta particular lógica administrativa era la de apresurarse a gastar el dinero que quedaba en la institución al final del ejercicio fiscal correspondiente. Es decir, si sobraba dinero dentro del mismo ejercicio presupuestario para repuestos de los carros, para computadoras o para pintar los despachos de los funcionarios, los funcionarios encargados de las adquisiciones se apresuraban a comprar repuestos innecesarios, computadoras que no se utilizarán o a pintar los despachos apresuradamente, incluso, si ya se habían pintado hace poco. Este ejercicio de lógica administrativa no lo entendí en un primer momento. Lo que yo había visto hacer en mi casa, en mi familia y prácticamente a todas las personas era ahorrar el dinero sobrante cuando efectivamente sobra alguno después de hacer lo necesario. Y esto para el hombre de la calle y la mujer ―pero no de la calle, feministas go away!!!― es difícil, y cuando pasa nos alegramos ¿A quién le sobra el billete? A nadie! Si te sobra, pues, hay dos opciones: a) los más responsables, ahorran, se compran una casa, un departamento, libros o pagan una maestría; o, b) los mas irresponsables, como nuestros amigos de Gkillcity, se la pasan de puta madre y, compran bielas, arman farras, y, bueno, también se compran libros. Pero lo importante es que nadie, responsable o irresponsable, se le ocurre utilizar el sobrante para algo que no necesita.
Esta abrumadora lógica de la calle no es la lógica de la Administración. Uno de mis compañeros de esa cartera de estado que era un poco más veterano y con pinta de que llevaba algunos años en esto de la vida pública me abrió los ojos y me explicó la santa revelación de la burocracia: “Si no se pintan los despachos otra vez, y no nos gastamos esa partida, el Ministerio de Economía nos la quita para el próximo año. Y quien sabe si el próximo año si necesitemos pintar varias veces los despachos.” La lógica del innecesario repintado era aplastante, aunque, ciertamente, diferente de la de los simples mortales.
En un artículo anterior dije que éramos ignorantes, como sociedad, y que esta ignorancia no era privilegio exclusivo de los ecuatorianos. Pues bien, esta lógica administrativa tampoco es privilegio de la Administración ecuatoriana. Esto sucede en casi todas las partes del mundo en donde los funcionarios públicos actúan con un amplio margen de discrecionalidad o no tienen medios para incentivar una conducta austera y acorde con las necesidades reales de la Administración. En ese sentido, parece muy necesario implementar en el Ecuador mecanismos dentro de la propia Administración Pública para, por un lado, premiar una conducta responsable de los recursos públicos por parte de los funcionarios respectivos y, por otro lado, para fomentar el ahorro dentro de la mismas instituciones públicas.
En fin, no dejemos que la lógica del repintado siga desangrando las escasas arcas del Estado e impongamos más lógica de la calle a nuestras Administraciones Publicas.
Marco Elizalde