En lo que va de este gobierno, el Ecuador ha mostrado cierta fijación con una noción de soberanía, de mandar en nuestro propio terreno y no aceptar limitación alguna proveniente de afuera o de adentro. Esta fijación, sostengo, va contra nuestros propios intereses y debilita los importantes aciertos del gobierno en las relaciones internacionales. El problema nace de asumir una relación directa entre interés nacional y soberanía, de asumir que el poder y la influencia se logran afianzando la soberanía cuando en realidad éstas son dos cosas distintas y muy poco correlacionadas. Una puede fortalecerse o debilitarse de forma completamente independiente de la otra. El ejemplo paradigmático y caricaturesco de esto es Corea del Norte. No hay Estado más soberano ni tampoco más patético.
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En particular, considero que el poder e influencia del Ecuador, y el poder e influencia de América Latina, están ligados a su capacidad de proponer y legitimar una alternativa contra-hegemónica porque esto es sacar ventaja de nuestras fortalezas. América Latina, a pesar de sus múltiples atrasos, es una potencia cultural, y es un continente esencialmente cosmopolita y mestizo. Ningún otro lugar del mundo tiene la misma capacidad para ser una alternativa. El poder político del Ecuador hoy en día se mide -por poner un ejemplo- en cuántos españoles golpeados por la crisis deciden migrar al Ecuador y no a otro lugar. Ésta es la métrica que más importa. De todos los “socialismos del Siglo XXI”, Brasil es el único que conoce bien esto y sin embargo, por su tamaño y peso económico, es el que menos necesita saberlo.
Lo que se busca es una forma de vivir en libertad, pero sin los sacrificios en los altares del mercado que están haciendo al modelo primer mundista inestable. La receta de la alternativa contra-hegemónica no ha sido terminada, pero se sabe lo que se desea: una relación armónica entre democracia y mercado, derechos civiles y derechos sociales, desarrollo y respeto a la naturaleza, individuo y comunidad, cosmopolitanismo y respeto a las culturas tradicionales… En encontrar una fórmula que equilibre todos estos elementos, el culto a la soberanía “¡porque sí, porque es sagrada y no negociable!” estorba. Brindarle al mundo el estatismo que ya tuvo y nunca quiso sólo puede frustrar el intento de proporcionar una forma de organización política, alternativa y legítima.
Cada paso adelante del Ecuador en la dirección de erguirse como un nuevo modelo de Estado ha ido acompañado de un disparo en el pie por aferrarse a una visión retrógrada del orden que deben tener las cosas, con el Estado siempre arriba. Yasuní fue un avance, pero luego vino la ilegal persecución a El Universo. Persecución innecesaria con la cual el gobierno ecuatoriano puso su cabeza en bandeja de plata a la prensa internacional (honesta y corrugta). Dependiendo de quien lo proponga, Yasuní puede verse como un esfuerzo heroico, o como un secuestro. Gracias al caso El Universo, lo segundo quedó establecido. Y el gobierno debió saber que esto iba a ser así. Una cosa es decidir creerle más a los abogados Vera. Otra cosa es imaginar que el resto del mundo va a creerle más a los Vera que a una tradición occidental de doscientos años o pensar que las opiniones del resto del mundo no importan. Eso es vivir en una burbuja muy densa. El reciente acercamiento con Assange es un intento de poner un parche demasiado pequeño, demasiado tarde.
El afán del gobierno ecuatoriano de reformar el Sistema Interamericano de Derechos Humanos padece el mismo mal. ¿Cabe la reforma al sistema? Sí, definitivamente. El Sistema Interamericano tiene muchas virtudes, pero está atrasado, y esto es evidente si lo comparamos al Sistema Europeo y en cierta medida al Africano. Pero frente a abusos domésticos innecesarios en el manejo de la justicia local -como el atajo tomado para reformar las cortes con menos participación de la sociedad civil- nadie puede creer que el proyecto de reforma busque mejorar el sistema. La propuesta tiene otro sabor: Ecuador quiere que su soberanía sea absoluta y que nada esté por encima del Estado.
Pensemos en un mundo imaginario en el que las cosas se hubiera manejado de forma distinta. ¿Un Ecuador con una imagen internacional pulcra podría haber logrado mover la sede de la Comisión Americana de Derechos Humanos (o de el órgano que la reemplace) a Quito, con los beneficios de rigor para la estabilidad democrática del país? Al menos hubiera valido la pena intentarlo. Pero si lo intenta el Ecuador de hoy, nadie le va a creer. Cada vez que se le ha dado a elegir entre tener más soberanía o más influencia, en vez de elegir rápidamente la segunda, el Ecuador ha tambaleado, ha exigido las dos cosas y ha terminado prefiriendo la primera.
Gustavo Arosemena