Todo pasó de repente. Al calor de una amena conversación y varios botes de cerveza, fijé la mirada uno a uno entre los panas que me acompañaban. Fue solo un instante, pero suficiente para notar lo irrebatible, algo que hasta ese punto había pasado para mí inadvertido: ¡Soy el negro del grupo!, grité ansiosamente. Todos, al unísono, rieron con desparpajo, pero ninguno lo negó, lo aceptaron a rajatabla.
Luego la joda fue total. Cada uno quería una foto con el negro. Eso significaba mejorar de golpe sus relaciones sociales con las minorías. Los chistes interraciales no se hicieron esperar y muchos disfrutaron de su primer momento con alguien de color a su lado (aunque suene extraño). No recuerdo un día tan ameno como ése, y tan sólo por descubrir que entre tanto colorado criollo, mi piel era la más oscura.
Ojalá esa experiencia personal fuera gregaria y esparcida a nivel mundial, pero las estadísticas dicen lo contrario. A los negros negros, los de verdad, la ruleta aún les juegan a la inversa en el reconocimiento de sus orígenes y pigmentación de melanina. Son maltratados, abusados, burlados, segmentados, subestimados, encasillados en frases y modismos falaces y anacrónicos. Y es que fuera de la broma y sundanga de uno noche de bielas, el ser moreno sigue siendo un problema acá, en plenas vísperas del fin del mundo maya.
Recuerdo ejemplos mundiales de otros “negros del grupo” que me dan la razón sobre el último párrafo. Uno que me viene a la memoria debido a su reciente desaparición es de Rodney King, el afroamericano quien se convirtió en baluarte de la lucha por la igualdad debido a su trágica experiencia interracial. A él, cuando se topó en un grupo junto a blancos armados, no le celebraron su condición de negro y ex convicto, y se ganó el premio de una paliza que hace 20 años paralizó a un EE.UU. indignado por la forma en que se trataba (y trata aún) a la gente por su raza.
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En ese mismo país, hubo una negra que entre un grupo de pasajeros de un bus levantó una revolución nacional y casi mundial. Aquella morocha fue Rosa Parks, la madre de los Derechos Civiles, quien desafió a la risible (ahora) ley de 1955 que la obligaba a ceder su asiento en un transporte público a los blancos. Se negó, el grupo se indignó y la revuelta comenzó. Fruto de su osadía, personajes como Martin Luther King o Malcom X tuvieron bases para luchar por la igualdad de derechos humanos para todos en el gigante del norte.
Lamentablemente, estos hechos y personajes históricos no colmaban mi cabeza en los años de la odiosa adolescencia, donde, con enorme pena ahora admito, fui parte de esos abusadores grupales donde el abusado era siempre el negro. Sí, yo tuve un amigo al cual insulté, denigré, avasallé y destrocé moralmente sin darme cuenta, tan solo por su color. Hoy con dos dedos más de frente me arrepiento y disculpo por esa actitud, propia de un muchacho de mierda, pero que no se debe replicar.
Más, mi mea culpa suena a golondrina solitaria que no hace verano. Cada día, a cada hora, en algún lugar de Ecuador una persona negra es humillada por el hecho de ser como es. Y no hay derecho. Porque debe dar vergüenza cuando alguien acusa a alguien de choro por ser negro, de bruto por ser negro, de mono por ser negro, y un sinnúmero de términos peyorativos que engrosan el léxico cultural de un país que desconoce sus etnias y viven en la nube fantasiosa de una familia aria pura, inexistente por estos lares. Al final todos somos cholos y comemos con cuchara…
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Creo es momento de parar la mano con eso, y dejar de decir “pero si es una joda”. Espero con ansias las sanciones en los estadios cuando la hinchada gime como chimpancé para referirse a un jugador. Que la gente entienda que la burla generalizada hacia los afroecuatorianos con chistes burdos de TV no es necesaria como objeto de risa. Que si aparece un ladrón negro no es causa suficiente para mirar a todos como tal. Que las generalizaciones matan, y que la marginación carcome. Que cualquiera puede ser discriminado en algún momento y que esa experiencia se repita por mil en tu vida, es una gran cruz.
Esto lo escribo no desde afuera, sino desde adentro. Yo soy negro sí, y provengo orgullosamente de esa línea racial. Talvez no sea puro, pero siento profundas las raíces. Mi abuela es una negra de cepa, y a ella le debo mi nariz ancha, mis labios gruesos y voluntad inquebrantable. No me tocó vivir las vicisitudes que esta sociedad entrega a sus negros por cuestiones de mezclas y colores, pero así y todo “runo”, 27 años después de nacer la tengo clara: soy el negro del grupo, merezco respeto, que se rían conmigo, y no de mí.
Desde hoy, asumiré con el pecho hinchado cada vez que me llamen negro. Y así como otros tantos que hacen desde sus pequeños logros cotidianos grandes a este país, siempre con la mirada altiva ante cualquier intento o vacilación de prejuicio. Se acabaron las etiquetas. Somos o no somos, y yo sé lo que soy. ¿Acaso eso te molesta?
Ángel Largo Méndez