Una gigantografía de un plato de fideos acompañado de un ají marca Oriental me saluda: “Bievenidos a Quevedo”. En esta ¿ciudad? de la provincia de Los Ríos están los headquarters de la empresa que auspicia ese saludo. Siento algo de pánico. Todas las veces que he venido por aquí fue de pasadita no más, como quien no quiere la cosa, parando solamente lo justo y necesario para cargar gasolina y comprar unos chicles. Esta vez llego para quedarme por una noche en el lugar con más chifas per capita a nivel mundial, según estimaciones mías. Al emprender el viaje desde Quito, mi vieja me da la bendición y me prohíbe volver sin haber probado el chaulafán del restaurante Jade. No quiero quedarme para siempre en Quevedo, por lo que me dispongo a hacer honor a mi promesa.
El clima es espeso, pegajoso, denso. Calor de pueblo sin una gota de brisa. Un quevedeño conduce el auto que me trajo desde Guayaquil. Maneja rápido, sin miedo, rebasando en curva, con la radio a todo volumen en una estación de música chichera. Y no para de hablar. Que Quevedo es el corazón del Ecuador. Que acá vinieron un montón de chinos porque el “fen chú” dice que deben vivir cerca del agua “y este río tiene una magia milenaria”. Que el hotel en donde dormiré esta noche es el mejor de la ciudad. Que Quevedo es la ciudad más linda del mundo. Trato de argumentarle lo contrario pero no hay caso. Una y otra vez me repite: uno es montubio. “Uno es montubio”, y me brinda una cerveza al clima. “Uno es montubio”, mientras come KFC y se limpia los restos de pollo con la manga de la camisa. “Uno es montubio”, al tiempo que en el retrovisor se mira, se despeina y se vuelve a peinar. Montubio uno es.
El reloj aún no marca las doce del mediodía y este señor ya quiere llevarme a almorzar. En el chifa todo es color rojo con dorado y en la tele pasan el noticiero con el volumen en mute. Nos traen menús pero el quevedeño se los devuelve a la mesera sin mirarlos y pide una fuente grande de chaulafán, rollitos primavera y lomo saltado con vegetales. “Lomo de perro”, dice, y me guiña el ojo, hecho el picante. Segundo ataque de pánico del día. Eso sí, las cosas como son: debo confesar que ese chaulafán es lo más suculento que he comido en años. Citando al filósofo contemporáneo Enrique Iglesias: fue casi una experiencia religiosa.
El quevedeño me pregunta si tengo novio. Ante mi negativa abre los ojos como platos, “¿y como así? Yo tengo dos, una acá y otra en Babahoyo. También una amiguita en Guayaquil, ya sabe, uno es montubio. Si quiere le presento a mi primo. Es buen mozo, ojitos claros.” Tendría que haberle dicho que soy casada y tengo dos hijos en Quito.
Mis responsabilidades laborales me llevan a Ventanas y Mocache. Aún más desolación que en Quevedo. Me escapo subrepticiamente de una reunión de maiceros y termino jugando a las escondidas con dos niños, Jordy y Alan. Me piden que les saque fotos mientras juegan con pistolas de juguete y se lanzan sobre montañas de granitos de choclo, listos para venderse por quintales. Posan para mí, se ríen, uno me canta una canción que le enseñó el padre y cuenta la historia de un borracho que se enfrasca en una pelea en un bar. La canción va acompañada de mímicas muy graciosas. Jordy tiene 13 años y de grande va a ser futbolista.
Cae la noche y en la cena me repito el chaulafán. Acá se toma aguardiente y, aunque una no es montubia, me tomo dos al hilo. El quevedeño me presenta a una gordita con gran sonrisa, “esta es la Estefani Espín de Quevedo”. Finalmente llego al Hotel Olímpico. El nombre se debe a la enorme piscina con toboganes, que supo ser un must para cualquier turista visitante y ahora reposa, decadente y vacía, como una especie de trofeo. El cuarto tiene las paredes pintadas de verde melón, una luz mortecina colgando del techo y sábanas con animal print en la cama. El escenario ideal para cometer un crimen. No duermo en toda la noche, veo shows sobre asesinatos en el Discovery Channel. Oigo ruidos, o los imagino. Da lo mismo. A las 6 tengo que estar lista para arrancar el día, son las 4. Leo. Escucho canciones. Apago la luz pero me da miedo y la vuelvo a encender. Me baño, me visto y espero. El quevedeño me recibe con un bolón, un café, y una botellita de ají. La comida ha sido la vedette de esta visita. Me espera Babahoyo. En la salida a la carretera, una publicidad de la alcaldía me aconseja: “Cuéntales a tus amigos sobre Quevedo. No te quedes con el secreto”.
Nessa Teran