Guayaquil o la manera de recuperar la memoria. O la palabra que nombra lo desconocido. O el sitio donde empezó todo. O la imposibilidad de volver. Eso, exactamente eso, es Guayaquil para mí.
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Es decir que Guayaquil es: las gloriosas empanadas de verde que vendía la inquilina del zaguán del edificio de mi abuelita Rosita; las historietas de Memín devoradas con la fruición de los ocho años, en el cuarto –siempre frío– de mi tía Rosario, y también los chistes amargos de Los Melaza, que leía en El Universo, que mi tío Pepe compraba sin falta todos los días; las clases de natación en la escuela de Jorge Delgado; el día en que mi hermano Daniel se cayó en una alcantarilla huérfana de tapa y se salvó de milagro porque el largo de los brazos correspondientes a sus tres o cuatro años, puestos en cruz por el susto de sentir el vacío, impidió que el sistema de aguas servidas se lo tragara; mi tía Cecilia, los hot dogs y el carrusel del Unicentro; las largas tardes soporíferas meciéndome en las hamacas de los cuartos en los que no había que hacer mucho ruido, pero en donde mis hermanos y yo –cuidándonos de no gritar– hacíamos competencias para ver quién podía llegar al techo altísimo, a fuerza de columpiarnos con una insistencia demencial; los gatos jugando con bolas hechas de pelo y cucarachas sobre el piso de madera y yo acostada, pecho a tierra, mirándolos extasiada; otra vez mi tía Cecilia, pero ahora en toda la belleza de sus veintipico: una bomba sexy que paraba el tráfico, y que tenía que soportar los dudosos piropos –dichos a los gritos o en susurros– por patanes de todo pelaje; los diez sucres que sin motivo alguno me regalaba mi abuelito Eloy (bisabuelo, si me rijo por lo que dice mi árbol genealógico) sentado en uno de los sillones verdes que componían la impecable sala de su casa de ventanas de madera que se abrían hacia arriba.
Pero Guayaquil también es: los nombres de calles y direcciones vaciados de sentido y sin ubicación en mi mapa mental, la sensación de nunca saber dónde estoy, la inminencia del extravío; ese sitio donde últimamente están pasando tantas cosas que me interesan, y donde, por ejemplo, hay gente que estudia o da clases en el ITAE, señores que pintan casas con parches de colores a manera de conjuro contra la grisura del poder, sus prepotencias e impotencias, u otros que –locos del todo– levantan editoriales para publicar a Gabriela Alemán y a cualquier otro que se sienta atraído por los cadáveres exquisitos, y además la irreverencia inteligente, parida gracias a los amoríos de un código binario con un html, de aquellos que porque nada tienen, todo lo harán. Todo eso que apenas he atisbado desde una pantalla o desde una página de periódico, y que me muero por mirar de cerca, sintiendo su respiración, oliendo su sudor.
Guayas/Guayaquil/Bolívar/Sagrario. 14 septiembre 1974. 014-0101 09383 F. Guayas/Guayaquil/Carbo/Concepción. Eso es Guayaquil en mi cédula de ciudadanía. Ocho libras, 30 centímetros de largo y varias noches de insomnio practicado en trío y adobado con llantos (míos y de mi mamá), eso, obviamente, es Guayaquil durante los meses finales del año 74.
La ciudad de la que salí cuando tenía dos años, para aprender a convivir con el frío de Quito (frío al que nunca me acostumbraré). El lugar al que de alguna manera político-administrativa pertenezco, pero que no me pertenece (o si acaso, solo en los sueños). Una palabra de nueve letras que contiene los misterios del exilio voluntario y, por lo tanto, la imposibilidad de volver.
Ivonne Guzmán