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El 7 de noviembre del 2011 una tormenta eléctrica me llevó a las puertas del Sant Rémy y, tras dos horas de estruendos intermitentes, me convirtió en el doppelgänger femenino de Trebor Escargot; periodista militante del “Punk Journalism”, personaje de la novela de tradición gonzo El dorado, de Robert Juan-Cantavella; detective, drogadicto.

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Allí empezó todo: cuando, intentando resguardarme del agua y de la electricidad, acabé irrumpiendo en donde el cenáculo literario barcelonés celebraba el Premio Herralde de Novela 2011. No tenía invitación, tampoco paraguas; y afuera llovía y relampagueaba como ninguna otra noche otoñal en Barcelona. Cada tres minutos el cielo se llenaba de arterias luminiscentes y a nadie le importaba; ni a Caparrós, ni a Herralde, ni a los editores, escritores y críticos que llenaron aquella noche el Sant Rémy. Por cuestión de supervivencia fingí que a mí tampoco me importaba la tormenta, que era una invitada más, que acababa de escribir mi tercera novela —que en realidad era una compilación de ensayos— o mi quinto poemario —que en realidad era una compilación de cuentos—; que trabajaba en alguna editorial traduciendo obras del japonés al castellano y que también, ocasionalmente, me dedicaba a la crítica literaria. Por supuesto, interpretar esos papeles no me condujo a ninguna parte. Yo merecía estar allí más que cualquiera, pero eso sólo lo supe después, cuando entendí que no había nada más literario que ser un doppelgänger y que, si se tenía la suerte de serlo, bien podía uno olvidarse de todo tipo de formalidades.

Aunque, si soy fiel a la verdad, empecé a convertirme en el doble de Escargot unas semanas antes en la Biblioteca Jaume Fuster –llovía y relampagueaba como ninguna otra noche otoñal en Barcelona–, durante un conversatorio con Robert Juan-Cantavella y Curtis Garland. Acababa de leer El Dorado y el personaje de Trebor Escargot había quedado en mí como una de esas ideas sobre las que se regresa casi involuntariamente. Los términos “aportaje” y “Punk Journalism” me habían hecho pensar en la crónica, género en donde lo literario y lo periodístico hacen perfecta simbiosis. “A Escargot le interesa el periodismo desde su lado más salvaje. No es nada que me haya inventado yo. Esto lo hacía Hunter S. Thompson”, le escuché decir a Cantavella alguna vez en un video de YouTube. Esa noche en la Biblioteca Jaume Fuster —en una sala mitad vacía, mitad ausente— no habló de El Dorado sino de su nueva novela, Asesino Cósmico; pero yo sólo pensaba en el “Punk Journalism”. “En el aportaje el lector no tiene la seguridad de que lo que vaya a leer sea cierto, lo que no significa necesariamente que sea mentira; el aportaje escribe sobre una cosa diferente de la que cuenta, es todo”. Y mientras Curtis Garland hablaba de su experiencia con la novela policiaca, erótica, de kung fu, de terror, de ciencia ficción y del oeste, yo imaginaba lo que sería escribir una crónica en la que todos los hechos fueran falseados —muy a lo Escargot—, pero cuyo contenido fuese verdadero, y con esto quiero decir auténtico. Como la literatura, el aportaje ficciona y a la vez narra realidades, reflexioné. Nadie se atrevería a decir que la literatura es una mentira cuando mediante la ficción se habla de la condición humana. Todos los grandes novelistas hacen aportajes, me dije. Por primera vez sentí el impulso de ser Trebor Escargot, el periodista punk, el reportero kamikaze, el literato; de escribir sobre mujeres reptil para en realidad hablar de Curtis Garland o de tormentas eléctricas para en realidad hablar de literatura. Fue entonces cuando empecé a convertirme en doppelgänger sin saberlo. Aunque —como lo sospecharía después— quizás Cantavella ya estuviera esperando que eso sucediera.

Y es que hay algo que a los escritores como él les interesa por encima de todo: demostrarle al mundo lo literaria que es la realidad. Desde esa perspectiva el periodismo se convierte fácilmente en un espacio donde la literatura puede formular nuevas interrogantes y aventurar posibles respuestas. Una ola de escritores optan por esta alternativa: en España, Robert Juan-Cantavella propone su “Punk Journalism” y la peruana Gabriela Weiner llama a su periodismo en primer persona “Kamikaze” mientras que en Argentina, Cicco hace un periodismo “Border” y Alejandro Seselovsky llama “Trash” al fenómeno social que impone la tele-basura y su superposición con la realidad. En México se publicó recientemente la revista Proyecto Gonzo con el siguiente lema: “Sexo a la mexicana y más historias del país de la eterna crisis”. No se trata de un planteamiento novedoso —el debate realidad vs. ficción y periodismo vs. literatura es tan antiguo como eterno—, pero sí actual; es un tema filosófico que aborda lo real como una construcción del pensamiento y, por lo tanto, perteneciente al mundo de las ideas. Por eso Cantavella creó a Escargot, un periodista que no pretende ser omnisciente y que escribe desde una visión auténtica y concreta: la suya. Y tal vez por eso también, aquella noche en el Sant Rémy, estuvo acompañado de dos doppelgängers: uno de Hunter S. Thompson y otro de Tom Wolfe; para que cualquiera que intentara escribir sobre el evento tuviera que admitir lo literario de esos personajes, y entonces, se encontrara ante el peligroso callejón de la subjetividad, la peor pesadilla del periodismo más rancio, tradicional y quizás más ignorante de su propia condición.

Mónica Ojeda