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@HembraDragon

Apunte tomado del diario de viajes de La turista

Para Rodrigo Carrasco.

El que se marcha está envuelto en el abismo de la novedad. Abismarse, decían los románticos, es la tentación que causa un precipicio cuando ante él el alma retrocede, apartada por la prudencia.  Quien se abisma y sobrevive  ha escuchado la voz del ángel que se pone sobre su hombro derecho y no la voz  siniestra. Cada nuevo viaje abisma, pero hay cuerpos que en lugar de retroceder prefieren lanzase en un clavado olímpico; ¿o resultaría mejor seguir paseando por los bordes de una vida sin filos ni acantilados? Quienes se han arrojado y se precipitan se transforman en cuerpos que vienen con velocidad. Como el que espero ahora en la sala bulliciosa de un aeropuerto. Leonardo se aproxima en plena caída libre.

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Desde muy alto, dando volteretas de payaso y cientos de  mortales se deja caer este hombre aéreo, no vuela como la famosa mujer del poema de Girondo, tampoco es un hombre que vaya aterrizar en una net o en una cama de goma que yo le tenga preparada para la ocasión. Es solo un saltador apasionado. Se aproxima a velocidad enredado en los rastrojos de otros cuerpos que se llevó por delante: trae también mierda de pájaros, una antena de TV, algún satélite  y quién sabe cuántas figuras celestes enredadas en el pelo, aros de fuego, cuantos tendederos de ropa o banderas ha tenido que atravesar para llegar hasta mí; y mientras aterriza pienso que no seré capaz de contenerlo con toda la fuerza que debería, que no sobreviviré a su impacto o que me atravesará como si yo fuera de agua. Junto a mí las cabezas de mis compañeros de sala se estiran, buscan rostros conocidos, se abalanzan, sonríen o fingen no sentir ese otro abismo que es la espera.

Y al final (¿por qué será que las personas que más ansiamos que salgan del avión son las que se demoran en tomar sus maletas?) llega como arriban todos los hombres que viajan por el aire así hayan cruzado el cielo solo cinco minutos: despeinado, con la ropa ajada, oliendo a humo de fábricas, a cigarrillo sin filtro, a vapor de nube negra. Voy hasta él y lo beso en los labios. ¿Dónde están las flores de bienvenida? me dice este hombre que cae y que no vuela. Lo abrazo y está caliente, seguro es porque todo cuerpo que atraviesa la atmósfera a velocidad termina por envolverse en fuego. Lo apreté lo suficiente para sostener su vértigo, lo necesario para hacerlo sentir ya en tierra, y mientras Leonardo corresponde al abrazo que le doy, con hambre, en ese segundo de coincidencia, antes de que vuelva a buscar una ventana o una cornisa para lanzarse, siento que nos elevamos unos pocos unos milímetros del suelo y que él, por mí, no pasará de largo. Por unas horas, que el viento lo espere.

Solange Rodríguez Pappe