Los sábados que tengo libres, a las diez de la mañana todavía estoy empijamada, después de haber desayunado, dándome vueltas en la cama o forcejeando con el sueño para no volver a dormirme mientras leo algo. La verdad es que siempre termino dormida hasta el mediodía; siempre, a excepción de las veces que mi teléfono celular suena y me despierta para escuchar del otro lado la voz impersonal –falsamente cortés– de un vendedor que por alguna razón sabe cómo me llamo, cuál es mi número de teléfono y no tiene ningún reparo en interrumpir lo que sea que yo esté haciendo para intentar convencerme de que necesito comprar lo que sus jefes venden.
Más claro: hace ya algunos años me cayó la maldición de la base de datos. Si todavía no les ha pasado (aunque lo dudo, porque es un maleficio poderosísimo) comparto con ustedes mi desdicha, a ver si pueden echar mano de algún tipo de conjuro que los salve de caer en desgracia.
No lo sé de primera mano, pero intuyo que la maldición que logra que nuestros nombres consten en una lista de potenciales compradores de cualquier cosa se desarrolla en tres sencillas etapas.
Primero, uno –codicioso, como es– solicita una tarjeta de crédito, compra un servicio de telefonía celular o simplemente abre una cuenta en un banco (o cualquier actividad parecida). Segundo, uno –confiado, como es– entrega sus datos personales: nombre, dirección de la casa y/o del trabajo y también sus números de teléfono, para que estas personas con las que estamos firmando un contrato tengan cómo ubicarnos. Y tercero, uno –salado, como es– debe padecer por el resto de la eternidad, por teléfono o por correspondencia, el acoso con fines comerciales de terceros a quienes nunca ha dado información personal.
La señora del sábado en cuestión –creo recordar que se llamaba Sonia– me despertó para venderme servicios exequiales además de un seguro médico; un combo muy bien pensado: si no logramos curarlo, igual nos encargamos de enterrarlo.
Pero la mayor genialidad de estos señores (de los jefes, no de los vendedores) no está en su modelo de negocio sino en la manera en que consiguen millares de nombres, con sus respectivos números de teléfono y dirección, para dar con un incauto que compre lo que ellos venden
Si quieren que les sea sincera, yo creo que la culpa es de nosotros, y no porque andemos poniendo nuestros datos personales en el primer sorteo de gasolinera que nos ofrece un juego de llantas o un viaje a Cartagena, sino porque perezosos e indiferentes, como somos, no hemos exigido a nuestros empleados de la Asamblea Nacional que creen leyes que nos protejan de este tipo de abuso contra nuestra intimidad.
Ningún hijo de vecino al que, a propósito de una transacción privada entre él y nosotros, le hemos dado nuestros datos personales tiene derecho de utilizar con otros fines esa información; mucho menos venderla, cederla o regalársela a varios terceros para que nos martiricen a todas horas tratando de vendernos algo. Los asambleístas lo saben, nosotros lo sabemos, los que divulgan nuestra información privada y los que la usan también lo saben, pero nadie hace nada
Quizás entonces lo tenemos merecido y solo por eso deseo que este sábado o el próximo –ojo que también suele pasar entre semana– todas las Sonias del país se dediquen a llamar por teléfono, sobre todo a los padres de la patria, para ver si de una buena vez alguien se inmuta. Ah, y si alguno de ustedes se llama Sonia y mi número de teléfono cae en su poder, espero que tengan la amabilidad (y el buen criterio) de no llamarme. Se los agradezco de antemano.
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Ilustración: Cecilia Larrea (@casimira_ce)
Ivonne Guzmán