Nací en Guayaquil. Aprendí a quererla con sus defectos y virtudes, sin que esto signifique alienarme o convertirme en parte de esa especie de nacional-guayaquileñista, solapadora y servil, tan bien representada por esos truhanes de guayabera, amantes apasionados del color gris. Desperté un día con la noción de que amar mi ciudad era también ser crítico e incluso pesimista con las cosas que andaban decididamente mal.
Mi edad me permite recordar apenas los últimos estertores de esa locura que fue el gobierno municipal previo al socialcristianismo, etapa que debería ser catalogada como una de las juergas más largas que la humanidad haya conocido. Pese a esos escasos pero intensos recuerdos, me negué siempre a conformarme con el adoquín y los colores pastel.
Durante mi adolescencia no tenía clara la película. Aún no entendía casi nada sobre la política del maquillaje instaurada por el municipio, sostenida en un innegable adecentamiento de los procesos administrativos; mucho menos conocía de los grandes negociados de la gestión de obras vía fundaciones, ni de la implementación de códigos morales ultraconservadores para el disciplinamiento del sujeto local, ni del naciente cuerpo represivo o guardia de choque que posteriormente conoceríamos bajo el nombre de policía metropolitana. Y aun no sabiendo nada de aquello, tenía la firme convicción de que ni por un segundo habíamos estado fuera del club del tercermundismo retrógrado.
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Los años pasaron. En los últimos meses, mi ciudad se fue convirtiendo en un lugar asfixiante. Entonces decidí consumar el plan que había ideado un par de años atrás para estudiar en el extranjero. Y partí a Buenos Aires hace ya varias semanas.
Las nuevas formas de comunicación y redes de información que nos atraviesan, impiden una completa desconexión con mi ciudad natal y sus procesos sociales, culturales y políticos. Ahora miro a Guayaquil sin estar (tan) físicamente implicado y eso me da ciertas ventajas y desventajas para la reflexión crítica sobre ella. Creo que algunos detalles sólo son visibles cuando uno toma cierta distancia del objeto observado. Intento aprovechar esa circunstancia.
No voy a cometer la grosería de comparar Buenos Aires con Guayaquil. Hablamos de ciudades de magnitudes totalmente distintas, pese a la relativa cercanía cultural y geopolítica que hay entre ellas. Pero desde luego, la vida se siente distinta.
Durante esa temporada adolescente a la que me referí antes, siempre que veía alguna de esas películas hipercomerciales de tipo destrucción-planetaria-por-invasión-alienígena, me asaltaba una duda que, reflexionando ahora, me deja claro el nivel de tercermundismo del que formaba parte. En el nudo del filme, se menciona siempre que los invasores destruyeron o destruirán los principales centros urbanos del planeta. Y uno siempre se quedaba pensando: ¿será que se fijan en mi ciudad? Y a la larga, uno guarda siempre la esperanza de que la respuesta sea que sí, que nos van a destruir, porque no somos lo suficientemente insignificantes o primitivos como para que la raza alienígena de turno no nos tome en cuenta para recibir el dudoso privilegio de ser arrasados, vaporizados con un rayo un par de grados más caliente que la temperatura promedio actual de GYE. Y así crece uno, con unas ansias ocultas –y en el mejor de los casos, felizmente sublimadas- de ser destruidos para sentirnos, al menos de esa forma, visibilizados. Una especie de “me pega porque me quiere” a escala ciudadana.
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Por eso nos pegan y nos siguen pegando, y uno queda ahí fascinado. Porque lo único peor que ser arrollado por el otro, es que el otro te juzgue demasiado insignificante para ello. Y quizás la ausencia de montañas de basura a cambio de una ingente cantidad de adoquines en las calles resulte suficiente para ser merecedores del exterminio alienígena más digno. Como si las mejoras ornamentales de la ciudad (de gusto cuestionable, vale decir) no tuvieran otro objetivo que no fuera volvernos atractivos para el apaleo. Esto condiciona nuestra relación primigenia con el poder. En ocasiones se podría pensar que los ciudadanos terminamos allanándonos a un detestable estilo de relación con la autoridad, plasmado con bizarro orgullo en los paseos por el Parque Histórico, en la zona en que el actor que personifica al hacendado, ordena señorialmente al campesino que haga o deje de hacer alguna cosa y éste agacha la cabeza y obedece. Nos traemos a la ciudad y al siglo XXI ese sentido de vínculo social, en el que tanto el ciudadano como la autoridad entienden como correcta y moral la lógica de “¿Te doy para que sobrevivas y encima quieres que te respete?”. El guayaco, fascinado por tonalidades pastel, fuentes de agua multicolor estilo Las Vegas y el árbol de Navidad más grande del mundo, es llevado a ajustarse a una lógica aún más descompuesta, que responde a la voz de “Te doy adoquín y palmera bonita, ¿Encima quieres respeto y libertad?
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Existe un conjunto de condiciones, más o menos variable, para que una ciudad sea realmente habitable. Ninguna de ellas incluye el adoquín, la palmera, fachadas grises a la fuerza o garrote al comercio informal. Yo no me atrevería a hacer una lista exacta de estas condiciones, pero podríamos jugar un poco y hablar de seguridad, desarrollo intelectual, cultural, político, económico, formación de nuevos discursos, desarrollo de espacios públicos abiertos y democráticos, tolerancia (al menos), principios elementales de no discriminación y libertad de expresión, planificación para el desarrollo social y la disminución de la violencia, ordenamiento vehicular, calles transitables, creación de áreas verdes, respeto al medio ambiente…
La lista podría continuar y hace palidecer fácilmente el anquilosado “argumento” del exitoso modelo de desarrollo guayaquileño, sostenido en los cimientos de un conformismo brutal que únicamente puede apelar a un deprimente “antes era peor”.
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Guayaquil, vista de lejos, parece una ciudad moderna y vetusta a la vez, involuntariamente kitsch, detenida en el tiempo, en una época que jamás existió. Quizás por eso aún le guardo cariño: es esa ciudad translúcida, incorpórea, que no está en ningún lugar real, pero aún me habita, aunque en los últimos tiempos se haya resistido sistemáticamente a ser habitada por mí como sujeto y hasta como transeúnte.
Jonathan Lucero Cordova