«Pegue no más que marido es”. Para algunas mujeres en el Ecuador la frase resulta caduca e ilógica. Con tristeza, solo para algunas: en Ecuador, según cifras publicadas por el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (Inec), 6 de cada 10 mujeres en Ecuador han sufrido algún tipo de violencia.

A más de una persona le gustaría dudar de los resultados, pensar que algunas mienten por sumisión o cualquier otra razón absurda, pero la metodología de investigación del Inec fue cuidadosa. Todas las encuestadoras eran mujeres y se procuraba entrevistar solo a una mujer por hogar. Por ejemplo, si era una mamá con hijas en casa, se encuestaba a la mujer con más edad. Si el esposo estaba en casa, las encuestadoras regresaban a una hora que la ella se encontrara sola.

Se encuestaron a 18800 mujeres, de 15 años en adelante, en las 24 provincias, de diferentes etnias, estados civiles, niveles de instrucción, estratos socioeconómicos. Los resultados desmitificaron o al menos rompieron ciertas hipótesis que mucha gente tiene sobre el maltrato. La primera se relaciona con el nivel académico de las encuestadas.

No importa si solo ha acabado la primaria o si tiene una maestría, ha recibido maltrato. No importa si vive en La Marín (Bastión Popular) o  en un condominio de la González Suárez (Samborondón), ha recibido maltrato. No importa si es unida de hecho o casada, ha recibido maltrato.

Las causas de esta penosa situación son numerosas, circunstanciales, complejas y precisan de un espacio mucho mayor para ser cubiertas. Existen ciertas razones, sin embargo, que se repiten en muchos casos de maltrato a la mujer o violencia de género como se la ha denominado.

Entre esas razones aparece el contexto social. La sociedad, para ser más específicos: la familia, la organización del trabajo, la publicidad, los medios de comunicación… discriminan. Este contexto está ahí, 24/7 y en todos lados. ¿No nos damos cuenta o no nos queremos dar cuenta? Un ejercicio honesto sería comenzar a revisar cómo se normalizaron estos patrones y buscar cómo desnormalizarlos. Por ejemplo, los sueldos de los hombres siguen siendo superiores a los de las mujeres; la abuelita sigue haciendo lo que el abuelito le pide; las mujeres son las protagonistas de comerciales de electrodomésticos, los hombres de los de automóviles; la gran mayoría de políticos son hombres…

Crecimos y crecemos en un ambiente que nos ha acostumbrado a que ciertas formas “deben ser así” (clichés que siguen enquistados en el imaginario):

– Pintar de rosado el cuarto de la niña que va a nacer, o de celeste si el bebé será hombre.

– Decirle (o solo pensarlo) a una niña que le gusta el fútbol, que es machona.

– Comprar a las niñas juegos de cocina; prohibir que los niños jueguen con esos juguetes.

– Fortalecer los roles: el niño, chico, adolescente, joven es quien debe ser siempre fuerte y protector de las mujeres.

La lista podría ser interminable: cada acción, por más insignificante que parezca podría representar la semilla del machismo o el agua que la riega y la ayuda a crecer.

Por un lado ese contexto que se engrosa con lo imperceptible, y por el otro la subjetividad de la pareja que de manera inconsciente alimenta la relación vertical.

El amor idealizado. Cristina Vega, experta en discursos de género de la Flacso, explica que las mujeres creen y confían en una relación de pareja perfecta, aquella en la cual ellas deben ser felices y de la misma manera son responsables de hacer felices a sus parejas. Este deseo se vuelve obsesión y no importa la respuesta que reciban de sus esposos, su objetivo de mantener una relación amena, prima. Prima a pesar de que reciba a cambio indiferencia, gritos, insultos o hasta golpes.

La presión social. Susana Balarezo del Centro de Promoción y Acción de la Mujer (Cepam) recuerda que vivimos en una sociedad que aún recrimina al otro, y que ese otro se preocupa demasiado por el “qué dirán”. Separarse o divorciarse porque el marido la golpea…impensable, peor aún en los estratos socioeconómicos más altos. Quizás las mujeres con esposos pudientes son las más silenciosas, temen al rechazo y vergüenza social.

El temor a la soledad. No solo por el hecho de quedarse sin la compañía sino con todo lo que el hombre representa: estabilidad, confort… básicamente estabilidad económica. Muchas mujeres dependen –literalmente- de su pareja. Sin ellos no saben dónde ir y de qué van a sobrevivir.

Los hijos. Al ideal del amor romántico muchas veces lo acompaña el ideal de la familia. No solo es salvar la pareja sino lo que han creado juntos. El compartir más grande son los hijos y por no verlos sufrir, la mujer aguanta todo…

Ahora bien, el afán no es depositar “la culpa” en elhombre (ni en la mujer). De hecho, así como la mujer recibe una fuerte presión por mantener su estatus, el hombre también “debe” cumplir su parte. Sandra López, de la Fundación Gamma, explica cómo la presión social que recae en ellos –pilar del hogar, quien debe mantener la familia, quien debe ser exitoso en su trabajo- es reprimida en los ámbitos públicos –el trabajo, los amigos- y descargada en la esfera privada: el hogar. Si a un hombre le va mal en su trabajo, siente que fracasa, que no está cumpliendo con las expectativas de quienes lo rodean, también siente que no puede desahogarse en su trabajo entonces lo hace en casa.

Lo anterior no pretende dar explicaciones mucho menos justificaciones a una problemática que parece cruzar todas las fronteras en nuestro país. Sí intenta, sin embargo, mostrar de alguna manera lo que pasa en casa de la compañera de trabajo, de la mejor amiga, de la chica que hace limpieza, de la mesera que sirve nuestro café, de la vecina…o quizás en nuestra casa pero por cualquiera de las razones mencionadas u otras aumentadas, es un secreto. Un secreto que permanecerá como tal hasta que no se acepte que la violencia o maltrato nos puede pasar a todas y se acepte también, sin vergüenza, que es necesario contarlo para poder liberarse de ese detestable círculo.