El barco zarpó desde el sur del país, y naufragó al otro lado de la frontera en un mar de sangre y semen. Su madre preparó cada detalle para el viaje: frió la yuca y el plátano verde, empacó el queso criollo y el dulce de sidra. La arrancaron de su ciudad en una Ford Ranger Trailer del 91. Asomada por la ventana del auto, ella ofrecía su cara al viento e imaginaba el almacén de ropa donde iría a trabajar, lugar que según los contactos que la llevaban “La Estela” era la boutique predilecta entre los famosos y las celebridades del Perú. Las vallas sobre la trata de personas en la carretera, la dudosa interacción entre los policías de la frontera y el que conducía la Ford y el rastro de unas rasgaduras por uñas en el asiento trasero advertían que existía una distancia abismal entre las ambiciones que ella tenía y la epopeya que prometían unos extraños.
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El día que llegó llevaba tacones desgastados, las horas de sonrisa contadas, y un escapulario que caía negligentemente por su cuello. La condujeron al cuarto que debía compartir con otras cuatro mujeres. Sus piernas rellenas, sus uñas, su vientre, su vello púbico alborotado, y sus lunares se habían puesto de acuerdo para colocarse de manera armoniosa a lo largo de su carne morena. Tenía un rostro límpido adornado por una risa de colegiala. Sus ojos profundos estaban extremadamente pegados uno del otro, tanto que parecía que no iba a dejar espacio para el nacimiento de su diminuta nariz. Sus labios: ellos si se habían dado la atribución de perfilarse con una simetría y belleza absoluta. Si se le hubiera dado a un poeta la labor de describirla en dos palabras, seguro hubiera dicho: Alma aterciopelada. Ahora Jenny es una mercancía en un número de cuarto.
La tarifa de los servicios forzados a brindar varían. Puede ser desnudo total, relación sexual, besos, caricias, sexo oral u otras posiciones, dependiendo también del tiempo en que la van utilizar. Los dueños del prostíbulo dan la facilidad de realizar el pago en Soles o dólares. En definitiva, el negocio ofrece algo para todos los bolsillos. Se debía esconder esa cara infantil bajo una manta de maquillaje, y decorar su cuerpo con atuendos acorde al gusto perverso de una mente enferma. En general todos son admiradores de un escote forzado, y de una falda de tela barata para que se la pueda despedazar con facilidad.
La regla de oro a cumplir es: “Si no colabora, tampoco se oponga” y así la transformaron de mujer a arena movediza que se abre cuando alguien la pisa. Las lenguas de los clientes son ahora los protagonistas de todas sus pesadillas. En los primeros días cautiva, Jennifer ya estaba todita llena de moretones verde marihuana. El cansancio y el dolor de boca y pelvis son más fuertes que su voluntad de buscar una forma de escaparse. Termina por echarse y cerrar los ojos. Antes de dormirse, alcanza a pensar que esa cama huele a sábanas percudidas y hombre viejo.
El horario de trabajo ya estaba programado días antes de su llegada. Hay una lista larga de hombres que la habían elegido y la mayor parte de ellos han dado por adelantado la primera parte del pago. Jenny muere y resucita aproximadamente veinte veces al día, a veces veinticinco cuando hay más clientela. Las obscenidades a la que es expuesta no alcanzarán nunca a ser plasmadas ni en el filme más retorcido. Braguetas despabiladas y violentas habitadas por gusanos, minotauros con caspa, gordos empresarios cocainómanos , fugitivos del infierno con aliento a smog, gorilas armados con fusiles de SIDA, payasos con labios encendidos por el herpes y mineros con calzoncillos color caqui le recuerdan a Jenny que uno puede estar muerta a los diecisiete años de edad y seguir respirando por pura casualidad.
Andrea Costales