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@La_Macorina

Había estado pensando en ti varias veces al día, todos los días, los últimos 300 días. Esa noche abrí la maleta y empecé a lanzar, sin ningún orden, las cosas que durante toda la semana acumulé a un lado de la cama: Ropa lo suficientemente destapada como para seducirte, latas de atún cuyas causas se tambaleaban entre la dieta y la necesidad, monedas extranjeras de mercado negro en una bolsita de terciopelo, un montón de cosas que hace tiempo no ves y que quise regalarte sin que te sonara a tristeza, un par de obsequios que consideré necesarios, y -aunque me habías advertido que te la vives llorando- una cámara de video pequeñita para traerme lo poquito que te quedara de sonrisa. Todo el miedo que puede tener una mujer de 22 años metido en los ovarios y mis infinitas ganas de besarte a la fuerza.

Hay mañanas que amanecen más cansadas, como si uno se hubiese pasado el sueño batallando contra algo. Si mal no recuerdo, yo había estado peleando contra un tipo que me tenía la cara pegada al suelo con una bota militar y me palpaba el culo sin delicadeza alguna, buscando yo no sé qué. Me desperté sobresaltada con el grito «¡Habla, puta!» retumbándome la cabeza. Fue tu culpa, obviamente. Todo el mundo sabe que cuando una mujer desea mucho a alguien, cambia los sueños tontos por los violentos. Esos subtextos que tiene el amor con la guerra

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En el avión sentí vértigo. No era la primera vez que atravesaba el mar por el cielo, pero saberte ahí abajo, sin sospechar las causas de mi llegada, me daba un terror casi infantil. Leí. Escribí. Intervine las fotos de todas las personalidades políticas del periódico local con cuernos, colmillos y lentes. Ensayé una entrada coherente por inmigración, contigo del otro lado. Conté uno a uno los inagotables minutos para llegar. Recé a todos los santos en los que no creo para que mi maleta estuviera a salvo y me reí con prisa de los bigotes de la azafata.

Lo primero que hiciste al verme fue ponerme el dedo índice en los labios y amenazarme para que no hablara de más, caminar delante de mí como si no te importara mi presencia y hacerme sentir ganas de arrancarme el esternón, meterlo en una bolsita de regalo y dártelo mientras te gritaba con odio que me importabas desde el centro del pecho. Pero bajé la mirada y te vi los moretones en las piernas y entendí que hace muchísimo tiempo aprendiste a quedarte callada sin refutar y enmudecí yo también, para no meterte en líos.

Toda la gente que te besa dice que tienes la boca salda. Eso y que el aliento te huele a gasolina, las manos a tabaco y la nuca a perfume barato de mujer bonita. No sé qué casualidad extraña fue la que me puso frente a tus ojos, ni en qué momento mi fe en la vida se resumió en un amuleto que me dio un brujo y me metí entre las tetas para que te enamoraras de mi. Pero nada, no me rozaste las manos, ni me miraste la boca, ni ningún otro gesto fácil de esos que hacen las mujeres heridas. Sospeché entonces que no lo estabas tanto y que ese amor de pies remojados en un mar gris plomo hecho de infinitas lágrimas, era la metáfora inventada de otros tantos que dejaste abandonados y que darían la vida entera por hacerte falta.

Pasaron cinco días exactos desde que arrastré la maleta con mis ojos clavados en tu espalda. Cinco días en los que corrí detrás de tu columna vertebral incontables veces. Esa maldita manía tuya de caminar adelante con la excusa barata de que nadie en el mundo tongonea las caderas como tú. Como si uno no supiera que es que tienes el corazón partido a puñaladas y la falta de maquillaje a prueba de agua te delata, en las mejillas, los dolores. Qué carajo ¿no?. No queda más remedio que hacer un pacto contigo, y meterte la manito por debajo de la falda, y llamarte «descarada», y hablarte sucio en el oído y beberse 2 tragos contigo, 3 tragos contigo, 10 tragos contigo. Maldisimular la actuación y mañana, por la mañana, fingir que no se recuerda nada.

Por eso, no sé muy bien qué fue lo que te pasó. Me imagino que la presión de saberme seducida por tus infinitos defectos te llevó a abrir la boca para contarme lo que no le cuentas a nadie. Me dijiste que hace mucho que estás triste, que darías todo por cambiar de vida, que le debes un par de zapatos a tu hija y que no se los puedes comprar, que te gusta el chocolate, que hace mucho no te llevan a cenar, que te fracturaron la nariz de un golpe por decir lo que otro no quería escuchar, que nunca te dejan salir, ni terminar de entrar, que una vez se te murieron 5 amigos al lado, que tu vida es una pesadilla, que te gustaría tener una piscina con un delfín, que te robaron las oportunidades, que todos los que han ido a rescatarte no han aguantado los golpes, que una vez leíste un libro que decía cosas tan bonitas que te dieron ganas de morirte, que se metieron contigo, que te rompieron los sueños y te manosearon la libertad. Quince días y 18 confesiones más tarde, a las 12 en punto de la noche, sentada al borde de la cama, te miré. Me sonreíste y me pediste que apagara la luz.

¡Jerusalén, si yo de ti me olvido,

que se seque mi diestra!

¡Mi lengua se me pegue al paladar,

si de ti no me acuerdo!»

Salmo 137

 

Victoria Sequera