La turista
Fragmentos de un diario femenino de viajes por los hombres
Esta vez acompañada con banda sonora: música de Emily Autumn, The rolling stones, Charly García y como invitado especial la banda argentina itinerante Ese perro.
Yo nunca conoceré ciertos países, pero he estado en lugares emocionales que mucha gente jamás visitará en su vida.
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TRES
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Vi al marinero bajando la carga de la parte superior de un camión que tenía escrito en un letrero la frase: Ese perro. Cuando él sujetaba las cajas para arrojarlas al hombre que las esperaba abajo, sus brazos sufrían una contracción a la altura de los bíceps y las elásticas mangas de su camisa blanca se tensaban. La belleza es ese instante donde el tiempo deja de ser horizontal para volverse una gota de hielo que te atraviesa de cabeza a pies como un relámpago. En ese instante, en él vi un sesgo de la belleza, una de sus esquinas. Era melenudo, barbado y tenía la contundencia de la juventud; bajaba los instrumentos de lo que parecía ser una banda de música: platillos de batería, guitarra… —¡Ulises, buscá el cable negro de tu teclado que acá no aparece!—, gritó alguien con acento del sur y concluí que un músico marino no podía llamarse de otra manera. Ulises desataba y ataba las cuerdas de los envoltorios con dedos tan diestros que una no podía dejar de preguntarse cómo sería sacando sonidos del cuerpo de una mujer.
Yo volvía al puerto tras una larga temporada de montaña. La noche estaba lunar y tibia y se anunciaba más cálida todavía, iba a reencontrarme con un grupo de amigos sobrevivientes a las migraciones, al desencanto y a la imprudencia. Las malas decisiones a veces cuentan buenas historias y eso éramos, el residuo de la selección natural: aves de paso, gatas en celo, lobos o zorros. Ya a mi edad solamente quedábamos sueltas las mujeres con una filosofía de continuo movimiento, (nómadas por convicción o desterradas) los homosexuales, las ninfómanas románticas, los misóginos y los locos de atar. Eso sí, todos neuróticos, defendiendo a raya un territorio privado, imposible ya de compartir con alguien, pero contradictoriamente desesperados por hallar a un invasor bárbaro que colonizara nuestra soledad.
Mientras tanto estaban los amigos que decidimos querernos, reunidos todos por el pretexto del contacto, empecinados en mandamos postales, llamarnos por teléfono, en recordarnos, así en persona no nos viéramos mucho. El mapa del cariño se marca con esos detalles, pegatinas, papelitos, recibos de cenas rápidas, manchas de café y aquel abrazo dado con tanta fuerza que años después aún se siente en el cuello.
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No conocía el lugar a donde iba pero llegué preguntando por la dirección aquí y allá, con el pelo revuelto por el viento que siempre sopla cerca del río, el bolso como una pajarera del que salían un paraguas y una botella de vino blanco. Di con una casona vieja y enorme desde donde salían las notas del violín asesino de Emilie Autumn. Al pasar por las escaleras que crujían hasta llegar al altillo vi cuartos y más cuartos como si se tratara de un laberinto mitológico. No sé, las casas espaciosas me han creado siempre desasosiego. Subí guiada por la música y en el tercer piso, desde una cama redonda y blanca, me saludaron algunos conocidos lejanos, pero también estaban otros completamente desconocidos, muchísimos muy jóvenes, algunos ebrios, otros imprecisos, difuminados en los rincones. Eso pasa siempre, abandonas por un tiempo a quienes quieres y pronto vas a ver que se van llenando de relaciones que son una versión parecida de ti. Por ejemplo, una muchacha de cerca de veinte años era el centro de un corro donde contaba su aventura por una Inglaterra lujuriosa, del frío sexo de los ingleses, su aire marcial para coger y de su acento que no es para nada preámbulo de su desempeño en la cama.
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Por allí, entre las formas penumbrosas vi a hombre corpulento y con bigote que bebía solo mientras desde el televisor Mick Jagger sacudía su torso cantando “ Rain fall down”. Más gente desesperada por alcohol que pedía a gritos dinero para ir a comprar cerveza, o vino, o anisado o lo que fuera. Otro grupo más allá parloteaba intensamente y luego tenía esas rachas de ausencia características de la yerba, algunos habían abierto la ventana y miraban la luna de mayo, la luna del toro y del erotismo; cerraban la escena del carnaval mujeres adultas, algo envejecidas pero aún atractivas ,desesperadas por un hombre que en ese instante les pusiera un pene entre las piernas: ni complacidas por el sexo casual ni satisfechas con relaciones largas, no tenían idea de lo que querían, pero lo querían esa noche. Todos tenían repartido un papel en ese circo humano menos mis amigos, que no aparecían por ninguna parte y por supuesto, yo.
Pero me quedé, encontré un lugar en el piso y armé mi pequeño tendido gitano con la botella de vino. Mientras bebía, vi como la muchacha que acaba de llegar de turismo sexual por Inglaterra, abordaba directamente al del bigote, mientras la gran boca de Jagger cantaba “ Like a rolling Stone”. Ella le quitó el vaso de whisky de las manos y puso las palmas del hombre sobre sus pechos pequeños, haciendo que se los apretara en una actitud que le daba a él un aire de suplicante y a ella una cierta pose diosa. Así empezaron a conversar tranquilamente, bien dicen que a veces un gesto vale más que mil palabras. Las mujeres adultas del rincón, siempre a punto de tener un orgasmo de tanto hablar y hablar de hombres, salieron a bailar, algunas se besaron entre ellas y otras se levantaron la falda hasta el pubis. La fiesta había llegado a un punto de gran licencia para el exceso al que me era imposible integrarme. Empecé a dar tragos más largos de mi botella de vino.
Cuando se vacío, vi subir por las escaleras un rostro conocido: llegaba finalmente Ofelia, entre ahogada y furiosa. No había logrado coordinar con nadie la hora de asistir a la fiesta, Joaquino ya venía en su moto y había telefoneado a Dante para ver si quería verme. No contestó la llamada. Reportaba que todos los taxis estaban atrapados en un embotellamiento general, que en algún lugar de la ciudad se había desatado un incendio y aseguraban también que en pocas horas caería un cometa cerca del río. Así era Ofelia, fatalista. La abracé a ella en nombre de todos los amigos que no alcancé a ver esa vez y le dije que cuando hablara con Dante le dijera que había sido un placer que ocupara un taxi en la historia de mi vida. Bajé las escaleras con el mismo desconcierto con el que las subí y desde uno de los cuartos desocupados se escuchaban los jadeos escandalosos de la joven viajera y su amante elegido. Él gritaba como Jagger. Pensé simultáneamente en los territorios que jamás conocería. Que no recordaba haber besado nunca a un hombre con bigote, que los únicos cuartos vacíos que me simpatizaban eran los de los hoteles.
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Volví a hacer el camino de regreso por el mismo empedrado. Recordaba un video de Charly García en que el protagonista, retornaba a la realidad, luego de asistir a una fiesta loca con Fito Páez y Fabiana Cantilo, saltando de piedrita en piedrita, porque todo lo que parte tiene que volver. Pasé por el lugar donde seguía estacionado el mismo camión naranja con los mismos bellos músicos marinos. Otra vez, el jovencísimo hombre de la camisa blanca, ataba y desataba. Caminé más lentamente y le busqué a propósito la mirada. Sonreí, también él sonrío. El audaz Ulises partía con su música a otra parte y nos dijimos con los ojos, en ese pequeño segundo, todo lo que pueden comentarse una calavera pirata y una rosa de los vientos. Alcé la mano izquierda, ensayé un adiós perezoso, dulcísimo. Él abrió los brazos en señal de sorpresa, extrañado de que eso fuera todo. Hasta que me perdí escalinatas abajo, escalón por escalón, no dejamos de intercambiar gestos, besos voladores, guiños tontísimos, y cuando ya no lo vi más, porque adelante el malecón se habría en otro camino mucho más grande, volvía a recordar que tenía una maleta por hacer.
Solange Rodríguez