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@kozic29

A mi abuela, Dolores Herminia Moscoso Molina (Piñas, El Oro, 1930), en alguna ocasión la llamaron #LolaPistola, porque llevaba un revólver en el interior de su bolso, espacio donde viajan invariablemente diversas clases de pastillas, fundas para toda ocasión, maquillaje, peinillas y (esto lo digo porque lo he visto) hasta un pedazo de torta envuelto en una servilleta.

Por estas fechas, mi abuelita, que está algo enferma, se aloja en casa de unos tíos en esta GuayaKill City, ciudad que no lleva el nombre por casualidad, al menos para ella, fácilmente impresionable por las noticias que muestran cadáveres, drogas y delincuentes como si dentro de cada casa existiera uno dispuesto a cortar el cogote de cualquiera de sus moradores (para ponerlo en términos noticiosos).

Cada vez que la voy a visitar, me muevo en mi bici, trasto que en estos últimos cinco meses me ha costado cerca de cinco veces el valor de la transacción original. En fin, es una bicicleta cuyos verdaderos problemas residen en la incapacidad de desarrollar toda la velocidad que debería. Pero cuando llega el momento de la despedida, #LolaPistola –que, mención aparte, es incapaz de disparar siquiera al aire– me pregunta cómo regresaré a casa.

–En la bici, pues.

Y es entonces que se desata el otro rosario, el de las tragedias:

–Ay, mijito, ten cuidado. Te van a robar, te van a atropellar, te vas a caer, se te van a llevar la bicicleta…

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Todas esas sentencias caen una tras otra, igual que al rezar, con padres nuestros y ave marías, como los cinco misterios que por apóstata ya no recuerdo. Pero es el prototipo claro de la cultura del miedo enraizada como baobab en cada adoquín de esta ciudad.

En los mismos instantes en que mi abuela dice lo que dice, en distintas partes de Estados Unidos se llevan a cabo debates sobre las próximas elecciones, donde se cuestiona a la administración de Barack. Son discusiones que giran en torno a la muerte de Osama como uno de los pasos más importantes de la guerra contra el terrorismo, caballo de batalla de George Walker –y ahora de los demócratas también– que da cuenta de la importancia de mantener a la gente atemorizada sobre padecimientos que son, al menos estadísticamente, muy poco probables.

¿Qué tan plausible se antoja un escenario en que vuelva a ocurrir un 9/11? Los que se han muerto en estos once años han sido miles de afganos e iraquíes. Pero para CNN, Fox News y compañía, la ocupación gringa en Medio Oriente sigue siendo guerra contra el terrorismo, y no asesinatos abusivos, del mismo modo en que para la prensa ecuatoriana, en Guayaquil a uno lo matan –de preferencia un colombiano- por salir a comprar el pan.

Mientras la cultura del miedo cumple su cometido en función de números electorales (el temor a ataques terroristas le significó la victoria a George W. en 2004, de la misma forma en que el PSC tiene reservado el Sillón de Olmedo gracias al contraste con el bucaramato), tiene también sus efectos colaterales, que llevan a personas como mi abuela querida a pensar entre tres a cuatro escenarios distintos de mi muerte cada vez que me trepo en la bicla.

La reciente muerte de Salomé Reyes, ciclista profesional atropellada y arrollada por un autobús –el chofer le pasó por encima después de golpearla, al tratar de huir– evidencia cómo este botín político que constituye el control sobre el miedo descarta de plano lo realmente importante, en este caso: por qué hay gente que anda en bicicleta. No, el debate que plantean los medios “serios” como El Universo, que, a propósito de la muerte de un ciclista brasileño, atropellado por el hijo de un magnate de ese país, en su suplemento La Revista –en un momento histórico en que la Constitución de la República promueve la circulación de bicicletas– no habla de que es necesario respetar la circulación de los ciclistas, sino que plantea la siguiente pregunta: ¿se debe permitir ciclistas en las autopistas?

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Para los ciclistas urbanos, pedalear en las calles es una forma de apropiarse del espacio público, es un derecho que tienen garantizado, y una forma de ejercer otro derecho, el de hacer política, aunque no lo quieran admitir, porque la noción de política, merced al manejo irresponsable en los mass media, se ha embadurnado de un regusto indecente.

Y mientras los miedos de comunicación ejercen de actores políticos, y los actores políticos se deshacen hablando de inseguridad (en toda su extensión), el ciudadano vive inmerso en el temor de que un hampón con un alias de la onda de “payasito”, “sietevidas” o de plano, “el chepa” -abatido en 2005-, le clave un chuzo en la esquina (donde dobló la bala); o de que la economía nacional se vaya en picada porque no se firmó un TLC; o de terminar encarcelado por decir lo que piensa, pues la prensa de su país ha sido catalogada como una de las de menor libertad de expresión en el continente. Con argumentos de la misma naturaleza se justificó, entre otros sucesos, la desaparición de los hermanos Restrepo.

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El uso de las estadísticas en el país a veces ya no se puede tachar de irresponsable, sino de premeditado. Decenas de notas, artículos y editoriales proclaman que en el país se están perdiendo todas las libertades, incluida la de movilizarse con seguridad, a fin de cuidar una agenda política defensora de las hegemonías, que con calculadora en mano saca cuentas electorales. Es tan superfluo el empleo de los datos, que la prensa nacional da cuenta de que Rafael no está muy lejos de la verdad cuando habla de percepciones delictivas exageradas. Y tampoco está muy lejos de sacarle provecho a la cultura del miedo cada vez que echa mano del estado de excepción.

Parafraseando a la prensa nacional, gustosa de escribir números sin contextualizar: en Ecuador, 13 personas mueren al día en accidentes de tránsito. De esa cifra, los que van en bicicleta no llegan a uno, y se sienten más seguros que cualquier otro. Lo que sucede es que los medios ecuatorianos necesitan más sensibilidad que sensiblería. Porque les hace mucha falta detenerse a conocer un poco el ambiente para poder transmitir lo que es, o nos seguiremos llenando de tragedias que no ocurren, pero que angustian.

O seguiremos viendo al #CasoSatya con ojos de: “Si dos homosexuales crían a un niño, se hará homosexual, y cada vez tendremos a más homosexuales, Dios mío”, en lugar de ver el beneficio de un niño al tener, jurídicamente, a dos personas que se hagan cargo, o del derecho de toda persona a tener una familia.

Vivir una vida sin andar en bici porque te pueden chocar, sin usar tarjeta de crédito porque te la pueden clonar, sin cargar efectivo porque te pueden robar, sin hablar con nadie porque te pueden drogar, sin caminar por las calles porque te pueden matar… Fuck this shit. Los números no alcanzan para tanto.

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Y para terminar: sensiblería propia de los mismos discursos que promueven la cultura del miedo (en renglones distintos, claro está) en Guayaquil:

Qué dirían Olmedo y Rocafuerte de tamaña sumisión.

Nota: este artículo fue pensado en una bicicleta.

José Miguel Cabrera Kozisek