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@josemarialeonc

El miércoles pasado, el matrimonio conformado por Nicola Rothon y Helen Bicknell se presentó a la audiencia pública dentro de la acción constitucional de protección que presentaron ante la decisión del Registro Civil de negarles la inscripción de su hija, Satya.

La audiencia no tuvo lugar, porque una anterior –la del caso del estudiante Edison Cocíos– se alargó. La audiencia se difirió y a nadie sorprendió, pues (recordando la serie de María Fernanda Ampuero “frases ecuatorianas que odio) “así son las cosas aquí”. El que no haya habido audiencia es un muy mal síntoma respecto de la sanidad del sistema –que se supone, por fin, ha cambiado–; pero el hecho de que un grupo de católicos haya ido a protestar en contra de las demandantes es aún mucho más grave.

Es mucho más grave porque revela la poca sanidad mental de quienes ese día fueron a reclamar. Y eso, amigos progresistas, no es nada sobre lo que debemos solazarnos. El ejercicio de creer que uno está cuerdo porque se pone a contraluz de los loquitos es una victoria pírrica que conducirá (muy probablemente) a una derrota aún superior.

El problema al que nos enfrentamos es mucho menos digno de risa. Las garantías civiles más básicas están en riesgo y, además, en la práctica la igualdad ante la ley, la no discriminación y el Estado laico no se han terminado de implantar en este país.

Todo porque el pacto entre los laicos y las religiones organizadas no termina de firmarse.

Ese pacto al que me refiero es el que existe –o debería existir– entre las religiones organizadas (a través de las respectivas iglesias o los diferentes grupos, congregaciones, órdenes y demás) y los laicos. Ése pacto reza que cada cual podría creer lo que quisiera en sus espacios privados e inclusive manifestarlo públicamente, pero sin interferir en las políticas públicas destinadas a cumplir los mandatos universales (recogidos en la Constitución, los Tratados Internacionales y la ley) de igualdad, debido proceso y el reconocimiento de la condición de persona.

Ese pacto no ha sido firmado y las señales de alerta hace rato se han disparado sobre lo que la religión organizada hace con ese convenio: lo utilizan como herramienta de negociación y cese al fuego. Es un círculo vicioso que revela su ovillo pernicioso en manifestaciones como las de los católicos el día de la audiencia del caso Satya, las declaraciones del papa Equis Ve Uno diciéndoles a la buena gente de África que los condones no previenen el SIDA; o cuando comparó al matrimonio homosexual con el cambio climático; o cuando dijo que el nazismo (de cuyas juventudes fue parte) se causó por el ateísmo, desconociendo que Hitler fue un católico, por quien el cardenal y arzobispo de Munich hizo dar un Te Deum Especial por su afortunado escape a un atentado en 1939. Ni qué decir del trato a la mujer en los Estados islámicos, el once de septiembre, la intifada. Ni hablar de la constante invocación del sionismo al Holocausto para justificar los más atroces actos de terrorismo de Estado en contra del pueblo palestino. Ni de la discriminación brutal que sufren quienes han dejado de ser mormones en Utah.

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Cierto es que en nuestro país es el cristianismo la religión predominante y por eso sobre su institucionalidad es que debemos los laicos preocuparnos, pero la intromisión en la vida en sociedad por parte de la religión organizada (y fuente de poder y control social) se da en todo el mundo. Y en todos lados debe ser combatida.

Esas intromisiones que para ellos –quienes conforman la religión, en este caso el cristianismo organizado– el respeto es una cuestión de una sola vía que les apunta a ellos. Todo lo demás, lo distinto, lo heterogéneo es desechado y etiquetado como perverso, cuando lo realmente perverso es ese etiquetaje.

Esas intromisiones son claras muestras de que el pacto o bien no se ha firmado o se viola constantemente por la religión organizada (sus secuaces y, también, sus feligreses). La pregunta que asalta en este momento es si ese pacto es posible.

Si es posible firmarlo, si es que no está, y si es posible que cesen las constantes violaciones a él que perpetran iglesias y organizaciones afines con sus creencias. Ellos combaten el laicismo que hemos adoptado como punto de partida primordial de la convivencia social. Pretenden, además, que los cuerpos legales desconozcan los principios universales que garantizan igualdad de derechos ante la ley, libertad de conciencia, educación, preferencias sexuales, permanezcan con redacciones anacrónicas destinadas a mantener el status quo, que creen instaurado por derecho divino.

Si no se logra firmar ese pacto que parece imposible, a los laicos no les quedará otra opción que combatir –con la misma fuerza que proviene desde el otro bando– a la religión organizada y a la moral que de ella emana. No por un pulso de fuerzas entre la gente cuerda y quienes insisten en predicar como una verdad apodíctica que un individuo es tres al mismo tiempo (cosa que también logró un aceite, pero de verdad) hizo al mundo sacándose los animales y las plantas de una chistera cósmica (what if god was one of us?) y que, además, cada vez que se emputaba (porque en su infinita vanidad no lo adoraban) se los alzaba en peso a toditos (recuerdo un tuit de Alfedo Mora Manzano que decía que en la Biblia el diablo mata a diez y dios a dos millones, que con eso quedaba claro quién era el malo).

No, la religión organizada debe ser combatida porque sus representantes no parecen entender que las creencias personales no pueden devenir en un sistema de políticas públicas que se imponga al resto. La creencia de la existencia de un derecho natural (que es un eufemismo para decir derecho divino) les otorga a ellos y solo a ellos, en su infinita soberbia, la capacidad de decidir sobre los demás que determinadas prácticas son inmorales y que el mundo se está yendo por un despeñadero histórico.

La realidad es que la historia tiene pruebas abrumadoras de que este es un mundo mejor. La expectativa de vida ha aumentado dramáticamente –y es algo que no se logró rezando–. El mejoramiento de la tecnología, la escolarización, el acceso a la salud y la infraestructura de la posmodernidad causaría un espasmo de fascinación a cualquier persona que hubiese muerto apenas hace cincuenta años. La situación de la mujer, de los negros, las minorías sexuales y muchos otros (aunque no se haya hecho todo lo que deba hacerse) ha progresado exponencialmente en relación al trato que recibían hace solo un siglo.

Pero a la religión organizada nada de esto le importa. Por ejemplo, no les importa si se les informa que un estudio de la American Academy of Pediatrics afirma que los niños de madres lesbianas presentan un desarrollo psicológico normal; o que es muy probable que dios no haya hecho el universo;o que la homosexualidad no es un trastorno de la personalidad, sino una manera de ser (como el autismo y no como la falta de un brazo) y que inclusive podría venir genéticamente predefinido.  Y no les importa porque creen que hay un señor tres en uno (o un gordo calvo, o un profeta al que no se le puede ver la cara y peor dibujar en un caricatura, o un elefante de ocho brazos, o un cornudo con trinche, o una guerrero intergaláctico, o lo que sea que adoren) que les ha dicho –nunca en vivo y en directo, (es más, jamás lo han visto) sino a través de otros convenientes terceros– que es lo que los demás deben hacer con su vida, su cuerpo, su sexo y su mente. Porque creen que hay un orden inamovible desde el principio de los tiempos –que jamás ha existido, porque si algo es cierto es que en el mundo todo está en movimiento– que les asegurará una calma que no existe. Porque no creen en la evidencia científica, sino en lo que el amigo imaginario que todo lo puede le dijo al amigo, de un amigo, de otro amigo que tenía un primo que hace mil novecientos años escribió eso. Entonces se convierten en fanáticos.

Sí, hay que decirlo sin eufemismos: las instituciones religiones son fuentes de fanatismo. Basta escuchar al Ayatola, al Papa, al mismo Dalai Lama  (que es como un fanático del punto medio).

En ese fanatismo, las instituciones religiosas han justificado la esclavitud, el asesinato, la conspiración, las mutilaciones, las violaciones sacramentales, las guerras, el maltrato a la mujer, el odio, la homofobia, el racismo, las dictaduras, la xenofobia y el encubrimiento de la violación sistemática de niños.

Ya vendrán aquéllos que dicen que hay un fanatismo secular, laico. Eso es una falacia. Es, además, un argumento que –permítanme el guiño cariñoso– usando palabras bíblicas es un lobo disfrazado de cordero. Por la sencilla razón de que es imposible que el laico (al que lo rige el imperativo categórico personal y la ciencia) sea fanático. El fanatismo se basa en negar aquello que lo racional ha demostrado. Por ejemplo, solo un fanático negaría la evolución. El fanático se fundamenta, además, en el mantenimiento de paradigmas inquebrantables (digamos, que apedrear a una mujer se justifica si ésta ha sido infiel, pero el hombre solo recibe latigazos y se va) Por el contrario, para quienes creen en la ciencia y la razón, la ruptura de los paradigmas científicos, sociales, culturales o políticos representa una verdadera fiesta. Cuando una hipótesis es hecha añicos en un laboratorio, la algarabía es la misma que cuando esa misma hipótesis es confirmada. El racional es, obviamente, consecuente.

Por ende, un estado laico es consecuente, racional y equitativo. Un Estado religioso, no. Porque se trata de Estados donde hay ciudadanos de primera y segunda categoría. En el Ecuador, esa separación se logró hace más de un siglo, pero permanece sin consolidarse.

Y permanece sin fraguar porque las instituciones religiosas persisten en pedir que le respeten las creencias pero apenas ven que el tótem del status quo al que se aferran está en riesgo por un par de mujeres que lo único que quieren es que su hija sea reconocida como suya, entonces se disparan en contra de esa consolidación del imperio de la ley.

Esta no es una diatriba en contra de los religiosos, que no se pretenda satanizarla de esa manera. Hay creyentes que no son fanáticos. Y es cierto. Entre mis amigos cuento a muchos de ellos, seglares e inclusive religiosos consagrados.

Sobre quienes sí se trata este artículo, así no los haya nombrado es de esos muchos que se dicen religiosos o creyentes y realmente no lo son. Hay todavía en esta sociedad una vergüenza asociada con el ateísmo o el no-teísmo, como si quien no profesare la creencia en los amigos invisibles (y no me refiero a estos, sino al que nadie jamás ha visto) fuese, de plano, una mala persona. Deciden entonces vivir en un limbo, sin complicarse a la hora de contestar, pero con la certeza medular de que, realmente, ellos no creen en eso que todos los demás. Esas personas, que son a los que según dice Juan le dijo la gran voz que salía de los siete candelabros y del que era semejante al Hijo del Hombre (?) vomitaría por no ser fríos ni calientes, sino tibios, deben caer en cuenta que no están solos y que pueden manifestarse tranquila y públicamente sobre sus creencias y falta de creencias. Después de todo, todos hemos caminado por ese valle de lágrimas y porque son ellos quienes deben estar más vigilantes porque el Pacto Imposible se firme, se respete o se deseche, pero que en ningún caso el Ecuador vuelva sobre absurdos inveterados, sino que –por el contrario– avance a una sociedad más justa, equitativa, respetuosa de los derechos humanos y, por eso mismo, laica.

Así sea.

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José María León Cabrera