Al despertar el mièrcoles dieciocho de abril de 2012,jamás me hubiese imaginado que en menos de 12 horas estaría en camino al estadio a ver el Clásico. Ni siquiera sabía que ese día era el Clásico. ¿Los Clásicos no eran los domingos?
Pero a las tres y veintiséis de la tarde, era claro: iba a ir al estadio, por primera vez en la vida, y a ver un clásico.
Todo por curiosa. Respondí a un tweet que convocaba a mujeres anti-fútbol y me intrigó saber cuántas habían respondido. No es que sea futbolera, pero al menos entiendo el fuera de juego y sé que Piqué está amarrado con Shakira. Soy guayaquileña, pero no apoyo a ninguno de los equipos locales y siempre me dio terror meterme en el submundo de los clásicos. Aún a pesar de todo, cuando me propusieron que vaya a ver el partido, yo yo acepté. No sé qué influyó más, si la desocupación o la potencial probabilidad de que me bañen en orina desde las gradas.
Así, con más miedo que emoción me preparé para ir al Estadio. Lo único amarillo que tenía era la camiseta de Ecuador del último Mundial. Si quería salir con vida del Monumental tenía que ponerme algo del color del equipo, obvio. Los zapatos más viejos que encontré, un bolso que combinaba con nada y cero maquillaje, sin contar el mandatorio blush para esconder la palidez. Ni loca iba a llevar mi cuasi blackberry; cambié mi Nokia por un Samsung que se está cayendo a pedazos. Iba en el carro de un amigo de ida y regreso, así que solo era el tiempo en el estadio lo que me preocupaba. Al final, opté por una camiseta blanca para evitar inclusive la furia de quienes en esta ocasión iban en minoría.
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Dejamos el carro y mientras caminaba con unos amigos al pie del Estero con dirección al estadio, iba pensando cómo ya había planificado hacer ese recorrido a lo largo del Salado; solo que mi plan incluía hacerlo en bicicleta y por el medio ambiente, no por un equipo de fútbol. Nos mezclamos con grupos de amigos, familias, incluso personas solas que también caminaban hacia el Monumental. La caminata Una especie de procesión religiosa en la que el dios es no necesita ser tallado en madera para pasearlo por la ciudad porque a este dios lo hacían todos aquéllos que vestían con orgullo la camiseta de sus amores, mientras avanzaban al templo al templo donde habrían de presenciarlo en todo su esplendor.
En las afueras del estadio había desde carros lujosos entrando al parqueo hasta gente que pedía plata para pagar el boleto (‘Un dólar para la entrada, pana’ con una expresión que más que ruego parecía amenaza), pasando por puestos de comida ahí afuerita de la entrada, agachaditos. Gente cruzando el puente sobre el estero a pie, y la barra de Emelec en caravana resguardada por la policía. No tuve que hacer fila porque llegué con una hora de anticipación, me hubiera gustado escuchar los comentarios previos de los fanáticos entre amigos y familiares. Ya adentro del palco, el seco de chivo ya no era del agachadito sino del bar y a $2,50; la gente parada al pie del mesón comiéndolo en platos de plástico. Para todos los gustos, aparte del seco de gallina también había sánduches de queso y hot dogs. Para mí un hot dog, con poca cebolla, una botella de agua, y a buscar los asientos. Los encontramos pero ocupados y después de unos minutos de negociación entre guayacos sabidos, nos los cedieron. Más tarde vi que hay que saber pedir, o mejor callar, si te pasas de vivo te puedes encontrar con un par golpes como incentivo para que vayas a buscar un lugar desocupado.
No puedo comentar mucho lo que pasó en la cancha porque en realidad no sé distinguir cuál de los dos equipos jugaba mejor. Pero desde mi asiento en Palco Central podía ver cómo todo ese conjunto de alrededor de 20000 barcelonistas se unían por una causa común. Sea en aplausos para la selección de menores de los canarios o silbidos y abucheos para el equipo de Emelec que calentaba en la cancha (‘¡VISTES ESO MI AMOR! VIII, PECHITO CON PECHITO, CADERA CON CADEEERA’), y es que ahí en las gradas es como una especie de pueblito pequeño donde todos se conocen y comparten un mismo origen. Y se limitan a las críticas. Es increíble cuántas personas sufrían mucho más de lo que disfrutaban el juego. Cuando no le estaban gritando recomendaciones al técnico o insultando a los jugadores, entre desconocidos compartían críticas sobre los reemplazos, el árbitro al que le faltaba la camiseta azul, o los pases mal hechos. La barra es una formación de directores técnicos frustrados. Por supuesto que todos saltaron de alegría cuando llegó el esperado gol del empate, insultos, abrazos, gritos de furia y canciones a todo pulmón, combinados con bengalas, tiras de papel y humo que iluminaron el estadio por un minuto.
Y ahora entiendo por qué un grupito de ingleses que conozco se decepcionaron cuando se enteraron de que no podrían ir al Clásico porque caía un miércoles de trabajo. Pensé que podían ver los dos equipos locales jugando contra cualquier otro equipo alguna otra fecha. Pero esa tarde me di cuenta que ir al Monumental a ver enfrentarse a los rivales de siempre es mucho más que fútbol.
El juego es solo la excusa perfecta. Es Guayaquil reflejado en los abrazos de los hinchas, los insultos a millares surgir, las habitas en balde servidas con el infaltable limón, o la cerveza –camuflada en botellas de agua- que está ‘caldo de pata’, hasta la euforia expresada corriendo de arriba a abajo las gradas, sin tropezarse. Es ver a hombres que bien podrían ser profesores de universidad, abogados o médicos, gritando y desviviéndose por su equipo. O parejas disparejas, como la de mi lado, una chica que no decía nada en los 90 minutos, se limitaba a consolar con besos y abrazos a su enamorado decepcionado cuando Emelec abrió el marcador y taparle la boca para que no insulte tanto en alguna infracción no pitada o mala jugada. Y es que vamos a la iglesia a sacar lo mejor de nosotros, pero se va al estadio a mostrarse tal cual. Total, todos están ahí por lo mismo y viendo lo mismo.
Mientras los eléctricos ganaban me había puesto a pensar quién me convenía que ganara y poder vivir para contar esta historia. ¿Cómo reaccionaría cada una de las barras si había un ganador? Se terminó el partido y el empate no inspiró mucho más que aplausos y algunas canciones más. La fiesta no fue completa, había algo de alegría en el ambiente pero no lo suficiente para celebraciones grandes fuera de la cancha. Igual algunos compraban las banderas gigantes que costaban tres dólares, y los padres salían airosos con sus hijos sobre los hombros vestidos con la última camiseta de Barcelona. Empataron, pero el equipo jugó un buen partido y dominó el segundo tiempo, comentaban contentos. El puente sobre el Estero estaba repleto de aficionados regresando a sus casas abrazados y en grupo, talvez a comentar el partido con una jaba de cervezas.
Caminé al carro viendo gente que ondeaba sus banderas y camisetas; apenas me abroché el cinturón me puse a pensar que esa noche había sido totalmente diferente de lo esperado. Nadie siquiera me trató de robar, insultó y mucho menos lanzó fluidos corporales. Es más, de no haber sido por los prejuicios en mi cabeza, en ningún momento me sentí de verdad amenazada. Las personas con las que me crucé a la entrada y a la salida no eran muy diferentes de las que podía encontrar caminando por un mall, en el bus o en el Malecón. Y estaban, definitivamente, más contentas de lo que suelen estar un día en el que no se celebra un clásico.
El Clásico del Astillero me presentó una ciudad diferente pero todavía reconocible: reconocible porque eran las mismas reacciones y expresiones que veo en los conductores agresivos todos los días, o en la gente que pierde la paciencia en la fila del banco. Pero esta vez había algo en su actitud que no me inspiraba coraje ni molestia. Transmitían y provocaban pasión, emoción, casi vuelven amarilla mi camiseta blanca (en el segundo tiempo ya me paraba en alguna jugada que parecía gol, junto con el resto). Es gente que va fielmente a alentar a su equipo hasta las 10 de la noche a pesar de que al día siguiente tengan que madrugar a trabajar. Algunos incluso llegaban para el segundo tiempo en camisa y pantalón de vestir, luego de estar en la oficina hasta tarde. Mientras están los jugadores en la cancha todo es amargura, pero fuera del juego vuelven a demostrar esa afición. Escuché que es amor al equipo, los jugadores y técnicos cumplen un ciclo y se van, pero el equipo nunca cambia.
Leonela Jaramillo