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@JoyceStella

Es miércoles de clásico en la ciudad de Guayaquil y he firmado un pacto con sangre con gkillcity de escribir una crónica sobre ello. Así que aguardo en mi casa, me preparo psicológicamente y espero a que sea la hora de ir al Monumental.

Llegamos un poco antes de las seis de la tarde, después de dejar parqueado el carro en un lugar seguro de Bellavista, justo frente a una tienda donde le pedimos amablemente a la señora que le eche un ojo. Pasamos por la caravana de amarillos que se dirigían a su estadio con un orgullo que solo los fanáticos entienden. Voy acompañada de @AMPUEROF y como todo buen protector antes de todo me dio las advertencias que debía tener en cuenta: No te muevas de tu sitio, si ves problemas sal corriendo y si una avalancha de personas viene hacia ti busca un punto donde protegerte, como un poste. Por un momento siento que me dirijo más a una guerra que a un partido de fútbol.

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La señora Esperanza calienta unas papas y fríe un huevo cuando nos acercamos para ofréceme como su ayudante de hoy. Ella está encantada por el ofrecimiento, pero rechaza respetuosamente nuestra oferta. “Ahora ya no, hay poca gente; si hubiera venido en la mañana…” Y es ahí donde mi duda comienza, ¿por qué alguien vendría al estadio Monumental en la mañana si el partido es a las 7h30pm?

Seguimos caminando por la avenida Barcelona, donde las veredas se transforman en puestos de comercio de todo tipo: ropa, comida, gorros, dulces y bebidas, contrastando con todo el amarillo que tenía el lugar, en especial sus visitantes. Justo en la puerta de entrada a la General Sur, que es donde se asienta la barra brava, la Sur Oscura, en medio de carritos de chuzos, jugos y puesto de guatita y yapingachos, nos encontramos con Don Rodrigo. Un señor delgado, algo pequeño y de ojos cansados que con voz de mesurado entusiasmo me ofrece un camiseta, pero yo le tengo otra proposición: ser su asistente de ventas por lo que queda del día, a lo que gustoso accede. Me dice que es tarde, que cuando hay mayor movimiento son unas 3 o 4 horas antes del partido, pero que igual se vende. Después de todo, él lleva 12 años en Guayaquil con este negocio y conoce el movimiento, en especial el de sus hinchas, ya que es barcelonista desde pequeño.

Después de presentarme ponemos manos a la obra, pero no podía empezar sin las sugerencias de mi patrón. Primero: mostrar la mercancía, la publicidad es todo. Tomo una camiseta, me pongo un sombrero en la cabeza y me transformo en un maniquí viviente, como si fuese el sueño cumplido del loco de De Cartón Piedra. Segundo: los precios, uno debe saber lo que vende. Camisetas manga larga a $7, manga corta a $5 y los sombreros a $3, pero se puede hacer una rebaja cuando regatean que. según Don Rodrigo, es siempre. Por último: No puede faltar el discurso convincente que se grita para atraer a la clientela: “¡Camisetas, camisetas, venga camisetas!” Ahora que está todo listo, empezamos.

“Camisetas, gorras, venga¨, “Esta es la de la suerte”, “Lleve la gorra complete el traje”, “Camisetas, camisetas a 5” son algunas de las frases que grito mientras las personas pasan apuradas al estadio. Todos van con prisa, con mucha emoción o algo entre esas dos sensaciones, lo que les impedía –aparentemente– prestar mucha atención a mis gritos. Sin embargo, yo sigo en lo mío y por lo visto la publicidad si convence a algunos. Mi primer cliente se acerca todo apurado a pedir una camiseta manga larga, se la damos mientras pide rebaja, se quita la que carga y se coloca la de su equipo. Conforme con ella, paga y se va corriendo hacia el estadio. Río al ver tal emoción y poca vergüenza, ya que le importó poco estar rodeada de más de 30 personas y cambiarse de ropa. Insisto en lo mío, mientras se hace tarde y los vecinos de la derecha encienden un pequeño generador eléctrico para darle luz a su puesto de chuzos. Esto mientras a mis espaldas abren una sombrilla y encienden un foco para los comensales que se sientan a degustar el plato de guatita a dólar. Hay una canción de Barcelona que dice que cuando el equipo juega “el aire huele a caramelo”, pero la verdad es que en este preciso momento el único aroma que acompaña la tarde es el de los choclos y chuzos que están asando en el puesto contiguo.

Don Rodrigo decide mover el quiosco hacia donde está la luz, y lo ayudo, para poder aprovechar este recurso que nos dan los vecinos. Seguimos con las ventas, yo gritando y tratando de llamar la atención de las cinco personas que pasan; él, claro, en lo mismo. En ello veo pasar unos emelecistas, unos de los pocos que vi, y me doy cuenta de qué no tenemos nada que ofrecerles, toda la mercadería es amarilla. Intrigada hago la pregunta tonta del día ¿Por qué solo vende para los barcelonistas? Don Rodrigo me mira como si la respuesta fuera lógica (y debo admitir que hasta cierto punto lo es) se sonríe y contesta “Después me linchan, pues”. Veo lo tonto de mi pregunta, pero él, aún con una sonrisa en su cara me explica que si fuera el Capwell no habría problema: allá vende de todo y de todo color, pero acá no se puede. Nuestra conversación es interrumpida cuando vemos que los policías montados a caballo entran en fila al estadio, señal que pronto empezará el partido. Sigo con mi camello para lograr vender algo. Después de todo logro vender un sombrero a $2.70 a un chico que regatea diciendo que es todo lo que tiene en su bolsillo; y otra camiseta a $5, después del “déjemela en $3” y el “no puedo, el que manda es mi jefe y él dice a $5”. Ya no hay mucha gente, Don Rodrigo comienza a ajustar cuentas para dar por terminada la jornada de hoy. Está cansado pero contento, al parecer no fue un mal día.

Debo confesar que quedo asombrada que para el único evento en que la gente es puntual es para el clásico, y es que a las 7h30pm y los únicos que quedamos afuera del Estadio somos los comerciantes, algunos policías y nosotros. Buscamos a Doña Esperanza para conversar con ella y preguntarle si habían llegado más clientes de los que ella esperaba, pero fue ella quién nos encuentra gritando “Le dije que ni había mucha gente¨. Se había cambiado al parterre central, en medio de los dos carriles de la avenida, y tenía un solo comensal en la mesa. Así como Don Rodrigo, lleva años vendiendo afuera de los estadios sin entrar a ellos. Nos sentamos y comienza a narrarnos lo difícil que puede ser la venta, por ello es hincha del equipo del que el cliente es, o del que gane, para estar de mejor humor. Vende de todo: arroz con menestra, seco, guatita, yapingacho, pollo frito y para los más exigentes, todo eso mezclado en un plato. Eso sí, cuidado, que el precio puede variar según el pato que pregunte. Pero a esa hora, donde los fanáticos están dentro sin querer salir hasta que suene el último pitazo del árbitro, los que salen a comer son los policías y vigilantes. Ellos, como si revisaran que todo esté en orden, ven las ollas y deciden si comer o no, pero lo que no ven es el arte de servir. Una de las señoras que atiende el puesto solo usa el cucharon para la guatita, el resto se sirve con la mano y la verdad no entiendo como hacen para tomar el huevo frito y colocarlo en el plato sin quemarse. Mientras ellos comen, nosotros conversamos. Solo están los vendedores, en espera a la salida de algún comprador antojado o de un hincha que llega tarde.

Mientras platicamos se escucha un bullicio en el estadio, casi simultáneamente un grito de gol en la radio. Emelec acaba de anotarle a los amarillos en su casa y algunos en la calle celebran, y otro lanza la famosa expresión: “¡Hijoeputa!”. La señora Esperanza reclama el insulto, pero se ríe porque sabe que es de emoción mientras observa como celebran y otros refunfuñan.

Si fuese igual de fanáticos que ellos, la vendedora estaría igual de eufórica que ellos; prefiere sonreírse y mejor sigue trabajando, que son muchos los que saldrán hambrientos del partido.

Joyce Falquez Allieri