“La violencia es como la poesía, no se corrige.
No puedes cambiar el viaje de una navaja
ni la imagen del atardecer imperfecto para siempre…”
Roberto Bolaño
Cuando repaso Cuadernos de la Guerra, de Margarite Duras, se me antoja que una de las posibles lecturas que plantea la autora con sus relatos es que sus lectores podamos acercarnos a la crueldad sin eufemismos, que la entendamos como algo que escapa a la posibilidad de una significación total dentro del marco de construcción del lenguaje que entendemos y decodificamos. Lo hace hurgando en ella misma para intentar ser fiel a los monólogos que la mantuvieron de pie cuando Robert Antelme, su marido, era torturado en los campos de concentración durante la Segunda Guerra.
Y en esa tarea la autora se deja el alma. A través de la pluma descarnada, describe el retorno de Robert como la vuelta a casa de otro hombre y detalla con palabras el testimonio que en sí mismo era ya ese cuerpo torturado a través para entregarnos una nueva herramienta que nos permita darle forma a la memoria: la posibilidad de denunciar el terror a través de nuestros cuerpos y de sus alarmas incorporadas, de que sea también la materia que habitamos aquello que delinee la propia historia.
Yo tengo una cicatriz casi invisible en la pierna derecha, es una ligera línea blanquecina de apenas dos centímetros dibujada en el muslo; la miro casi todos los días mientras me ducho y he pensado que me sirve como hoja de ruta: la asumo como ese espacio de mi cuerpo en donde se retrata una guerra librada por defenderlo de la invasión de un hombre extraño. Hoy, a partir de esa marca puedo reconstruir ese momento, como lo pude hacer también cuando me vi en el espejo el minuto después, repasando ese cuerpo amoratado y esa cara rota. Toda yo como representación del miedo.
Nunca puse una denuncia, tenía 15 años y mis padres decidieron que enfrentarme al sistema legal indolente, machista e ineficaz del Ecuador era pasar por una doble humillación; no insistí en lo contrario porque lo cierto es que tampoco tenía un rostro que pudiese describir, solo un olor y aquel tono de voz impasible que me ordenó quitarme la ropa y no mirarlo a la cara. Sin embargo, mi memoria corporal ha denunciado esa misma agresión muchas veces, sin reflexiones previas. Lo hice cuando reinventé por completo la concepción de mi cuerpo y también cuando confié en mi intuición para desmontar el poder arbitrario de la violencia como forma institucionalizada en espacios vitales cotidianos.
Es que una mujer abusada se convierte en todas las mujeres que han sentido la violencia y ese cuerpo que nace después del ultraje encuentra nuevamente su lugar a través de caminos alternos de supervivencia, en el devenir de la resignificación, en lo bonito de aprender a caminar en manada y cuidar de las otras. A muchos de estos cuerpos sobrevivientes -que se han jugado la vida en defenderse aun estando amordazados, aun cuando las súplicas solo recibieron patadas obscenas como respuesta- poco o nada les importa romper cánones establecidos y disolver discursos que pretenden minimizar el valor de los movimientos contra la violencia de género tildándolos de reivindicaciones histéricas. Sepan que nosotras hemos estado casi muertas.
No es difícil agredirnos, es una necedad pensar que frente a las armas o los golpes podemos responder con fuerza corporal o que podemos reaccionar con estrategia frente a quien nos violenta. Y en ese estricto sentido es que siento necesario reflexionar hacia dónde estamos llevando como país el análisis colectivo sobre la violencia de género: la comunidad limita su discurso a la lástima y se condena a sí misma a la inacción cuando cualquier iniciativa sensibilizadora es interpelada desde la ignorancia y vista con recelo.
No nos confundamos. La salida no es enseñarnos a defender sino construir mensajes (y personas) en la no violencia para seamos sujetos y no cosas, para que nunca más nos golpeen y nos violen. Para que no nos dejen sin vida.
Marina Riera