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@leira_araujo

Semana Santa: olor a fanesca por todos lados y fanesca en ninguna parte (excepto en Paja toquilla, aclaro que yo no trabajo allí). Un perro negro da vueltas y mi abuela ruega que no lo atropelle un carro que lo confunda por su perfecto camuflaje nocturno: mímesis mortífera. Escucho una voz que desaparece en la ventana, luego me fijo en el ruido que viene de las calles principales, como un tren acercándose, después se incorporan las alarmas, y comienzo a distinguir los sonidos que reinan en esta noche, en este barrio llamado Urdesa. Y de repente… un trueno, más bien, un relámpago. Dos gatos negros, como todos los de esta cuadra, hijos de la misma gata, están royendo como ratas las fundas de basura, buscando qué comer y preparando la huida, porque ellos toman, no piden; aGARRAn, no ruegan. Mi vecino “El chafo” no está, y siendo él el máximo guardián de los felinos abandonados, su ausencia equivale al apocalipsis gatuno. Un día me encontré frente a frente a uno de sus protegidos que, desesperado maullaba de hambre, y le di pan con leche, pero contrario a lo que dicen de ellos “Si le das de comer, regresa siempre”, nunca más lo volví a ver. La leche debió estar cortada.

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El chafo tiene menos de treinta años, es “pintero”, no guapo; estudió en Argentina, supongo que en Baires; ahora trabaja, siempre tiene apariencia de que está a punto de quebrarse, es delgado y pálido como personaje creado por Tim Burton; tiene cejas negras, pelo negro, ojos aparentemente inexistentes (nunca mira de frente), y fuma marihuana como si de ello dependiese el latido de su corazón y le vale madre que todo el edificio lo sepa. Mi estudio huele a sus porros. Mi casa huele a su pipa. Nos invade, pero el chico es “bueno” porque ayuda a los gatitos, es la princesa Diana de los gatos, más claro. Un dealer viene a verlo todas las semanas, se lo lleva veinte minutos y el chafo regresa con sus provisiones. Yo no lo aguanto, seguro que es de esos que ni comparte.

Es sábado y no quiero salir, sólo mirar y ver, dentro de esta ciudad que siempre me recibe como una puta, con las piernas abiertas. Amo mi barrio y amo mi ciudad, amo incluso los graffitis en sus paredes y los pitos en las intersecciones; a la ciudad hay que amarla aunque a veces nos toque apreciarla sólo a través de la ventana. Miro a la vecina que corre como espectro en batón rosa hacia el interior de su casa y percibo en el extremo al guardián de la casa de la familia más acaudalada del barrio. Un momento…el tipo se está tocando. Sensación espantosa. El tipo se sigue tocando y agarra su abrigo blanco de apariencia noventera (con líneas verdes, súper deportivo). “Es mejor retirarse de la ventana” pero ¿qué pasa si no lo hago? El tipo se muere de frío, tiembla… me entristece, pero, se sigue tocando. El tipo sabe que lo estoy viendo. El tipo agarra una silla blanca donde coloca su cabeza; acto seguido, se queda dormido.  Ya no sé a qué guardián odiar.

Hay dos guardianes: éste, a.k.a. “El gran tocador” y el de mi edificio, que dice que es mexicano. A los dos les da igual si los gatos están vivos o muertos, si es feriado o día laboral, ambos creen que soy menor de edad, y sólo uno me respeta. Entre ellos y “El chafo” me quedo con este último, aunque no pronuncie ni palabra y su madre perturbe a todo el edificio, aunque fume más de cinco veces diarias y maree a mi tía; aunque ponga un rictus asqueroso en su cara cuando alguien sube las escaleras al mismo tiempo que él. Me cae bien porque escucha Led Zeppelin y dicen que es buen hijo; no se roba el periódico de los vecinos y no tiene poses.

Dos relámpagos.  El cielo parece arrancado de una fotografía retocada mil veces. “El chafo” ha arribado y como siempre sube sin mirar. Hay una tipa esperando en una ventana, mirando a un chico pálido subir las escaleras, preguntándose cómo hará él para saciar el hambre de tantos gatos, pero el chico no baja. No more Lady Di.

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Leira Araujo