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@AndresCrespoA

Cuando íbamos a grabar yo miraba a Sebastián. Lo veía conversar con Daniel Andrade, director de fotografía.

Cuando vi por primera vez un par de tomas de lo que estábamos rodando, entendí lo que estaba pasando ente Daniel y Sebastián. Daniel decía algo, Sebastián le contestaba mirando a otro lado, Daniel replicaba, Sebastián lo miraba en silencio y sonreía.


He pensado mucho en Daniel en estos días. Lo que vi en El Matal esa noche que Sebastián decidió que veamos unas tomas de lo rodado en un par de días me dejó preocupado. Se veía todo tan íntimo, tan personal. Sebastián se veía muy contento. Sonreía y nos miraba. Y pensé lo que escuché y he escuchado desde que la gente vió el primer trailer que Sebastián nos mandó muy poco tiempo después de finalizado el rodaje: ese Daniel Andrade es un monstruo.

A un costado, y con un auricular en la oreja, está Juan Fernando Andrade, escritor de la no-crónica que inspiró la película.

Yo trataba de pensar lo menos posible, solo tenía en mente el instante que se venía. Lo que Blanco sentiría en ese momento. Lo que estaba pasando en ese instante, no más adelante, no mañana, no antes. Ese momento.

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Felipe terminaba de microfonearnos y Sparky flasheaba esa sonrisa que es una mezcla de un poco de cosas. Yo miraba a Rambo pero el man estaba hablando con Daniel. Siempre era así.

Sebastián y Daniel bailaban un rato, tasando todo. Mirando a María Cecilia yo me preguntaba, ¿Qué estará pensando? Intentaba imaginarme cómo sería rodar en otro país, con gente que recién conoces. Mauro le ponía la cámara al hombro a Daniel, Cristiano, foquista brasilero, tenía agarrado el foco inalámbrico a la altura de la cintura. Lo usaba como un tornamesas. Y rodábamos. Todos se movían juntos, cámara sonido, foco. Dato cardúmen.

Después de la toma, a veces Juan Fernando se me acercaba, me decía algo acerca de alguna línea. Lo hablábamos, lo corregíamos. Sebastián hablaba, nos movíamos.

Yo miraba a Sebastián, tratando de intuir para donde doblar la escena, qué hacer, qué dejar, que cambiar. A veces la cagaba hasta la última toma. Ahí cambiaba. A veces que no te digan nada es peor que te digan algo. ¿Pero por qué Cordero no te decía nada? Creo que el silencio es como enseñar con el ejemplo. Sebastián te habla en silencio. Hasta que habla. Ahí me decía: necesito que. Y dale.

Pero me he adelantado. Antes de eso hicimos harta mesa; leímos el guión juntos. Cambiamos palabras. Sebastián mató un par de escenas. Nacieron nuevas. Lo leímos con Marcelo y María C.

Recuerdo haber leído una y otra vez el final de guión. Trataba de ubicarlo en contexto con el resto. No entendía bien lo que pasaba. Entendía a Blanco, veía su pasado y su presente. Pero tenía aprehensión. ¿Será?

Supongo que ese el universo del director. Entender íntimamente algo que nadie más ve. Y atravesar ese camino paso a paso. Y decir: aquí la cierro. Nadie más entra. Nadie más sale. Sal-va-je. Ese es Cordero.

En el Matal hacía calor. Me acuerdo de la primera corrida por la playa. Me di cuenta de que si aceleraba el trote Daniel me seguía. Chuchetumadre, me dije. Este man está conmigo. Gracias a Dios.

De ahí en adelante todo fue comodidad. Ese es el gol para mi: que cada película se ruede solo para sí misma. Tiene su propio sabor. Apesta a sí misma. Como harina de pescado. Eso es un filme.

Sebastián acopló todo a todo. Armó una orgía de conspiración en su mayor parte silenciosa. Hubo contratiempos, ciertos codazos y algún resbalón, pero por arriba fue primordialmente como un grupo de personas jugando billar; cuando uno taquea la bola el contrincante sabe lo que tiene que hacer. Solo que en este caso juegan para el mismo equipo.

En otras películas que he rodado me apoyé un buen poco en la lectura de guión. En el sentido de intentar entender el arco dramático. Decir: en este momento preciso, esta es la actitud correcta; más allá de lo que parecería dictarte la escena misma. Pero no en la pesca. No en El Matal. Ahí solo me quedaba vivir el momento. Estaba en dato autista. Solo podía ver el instante. Nunca podía ver más allá. Simplemente no me daba el mate.

 

Andrés Crespo Arosemena