Cuando María Ortega dijo que alquilemos un bus para irnos todos a El Matal a ver el preestreno de “El Pescador”, supe instantáneamente que sería un fin de semana difícil de olvidar.
La hora fijada para el encuentro eran las 8am y ni siquiera el chofer del bus había llegado para recogernos. Poco a poco se fue sumando la gente: Arduino que llegó sin su característica caña; Tina que se decidió a último momento; Nadya, como siempre, a ponernos en orden; Claudia, preocupada por la hora; Andrés y Anita Crespo absolutamente ansiosos; Yitux, tarde y sin bolones para el pueblo; Flores Juan Carlos y Flores Xavier, atrasadísimos y Arturo Cervantes con un fotógrafo, esperando que nos pongamos en orden. (Es importante destacar que todos saludamos a Arturo y al fotógrafo, varias veces, por si acaso). A las 9 y media de la mañana decidimos dejar botado a Jaime Araque Jr., digo a Ampuero, que llegó a toda velocidad momentos antes de que arranque el “bus de la gozadera”, de la “salsa, sabor, sandunga y Zerega”.
Primera parada: alcohol en la tienda. Si íbamos a compartir casi 6 horas encerrados en un bus, lo mínimo que podíamos tener era alcohol en exceso. Lo del exceso no se logró, por la escasez de la tienda, sin embargo tuvimos ron, caña y cervezas para rato.
Caja de cervezas, Nadya le pasa a Andrés, Xavier reparte biela para los de atrás, María le da a Claudia, Arduino coge una, Ampuero abre una botella, Yitux abre otra, se la pasa a la Gaby y así, en medio de este intercambio bielístico, empezamos (o mejor dicho continuamos) ejercitando el músculo de la felicidad: la lengua.
Discusión sobre los derechos de los niños, la educación que deben recibir de sus padres y el colegio (en el transcurso los fumadores habíamos huido a saltos a las filas de atrás), las escuelas que imparten educación religiosa, el adoctrinamiento al que son sometidos y la discriminación a la que se puede ser reducido. Mi último ‘argumento’ contra Yitux fue un categórico “porque así no es pues, ¡chucha!” que zanjó la discusión y me dio la victoria momentánea, antes de que Arduino dijera que “los niños deben servir a la revolución”.
A cada minuto surgían nuevos temas: discusiones sobre si un informal es un lumpen proletario o un pequeño burgués (Arduino sacó su libro “La Teoría Marxista”); sobre la intensidad y medición de la persona que vale verga: cantimplora, carpa, atado, etc.; de las cosas que suceden cuando comes caldo de salchicha (porque si no lo sabían, entérense: pasan huevadas); la habilidad de Ampuero para autoboicotearse, contándonos sus apodos para pasar de incógnito (“adefesio veloz”, como el perro de los ositos paw paw); sobre la necrofílica fijación con tumbas de gente célebre; el infaltable tema de don Alfonso y la presunción de que está muerto desde hace años; las similitudes de los incas con los rusos; las posibilidades amorosas de Cervantes con la Schiess…
A estas alturas del viaje y terminadas la caja de cervezas, no tuvimos otra opción que hacerle al ron. Ya teníamos en el estómago los conmovedores corviches de la gasolinera de Cascol, con maní en exceso y un camarón que arrancó suspiros entre el público. Pasamos Tosagua, una gran metrópoli en palabras de Ampuero y mientras Arduino le preguntaba a Yitux sus argumentos en contra de la plusvalía, casi sin darnos cuenta pasamos del ron a la caña, de la caña a hablar de la gogotería, de la gogotería a Alejandro Fernández, de Fernández a comprar más biela y salprieta, por supuesto que salprieta.
Los últimos 45 minutos fueron eternos, Sabrina volvía con sus boys, boys, boys… y todos comíamos ansias, porque el quiche que llevó María lo habíamos desaparecido muchas carcajadas atrás.
Por fin llegamos y al pie de nuestro bus ¡estaba Sebastián Cordero esperándonos!, en realidad estaba esperando a Andrés, pero… déjenme, yo también tengo derecho a ilusionarme.
Rápido cambio de ropa, piscinazo y carrera a Punta Ballena, nuestro restaurant/bar/discoteca/refugio oficial a comer como Jebús lo hubiera querido. Camarones al ajillo, pescado a la plancha, una montaña de arroz con camarón de Anita que provocó la envidia general, fue a grandes rasgos, el menú de nuestro almuerzo/merienda.
Luego del mar, las caminatas por el pueblo, la entrevista de Ampuero a Cordero y el encachinamiento del personal en general (“Yitux, ¡qué fino que se te ve!”), empezamos a escuchar por altoparlante la convocatoria para la película, primero una niña, luego una señora que hacían hincapié en que había que llevar silla. Como Nadya no puede vivir sin hacerse cargo de la producción, nos consiguió sillas a todos que a la final usamos a medias porque terminamos tirando piso.
Llenos de Repelín Repelín Repelente, emoción y cervezas nos sentamos junto a la gente de El Matal a ver todos por primera vez la peli. Fue una gran experiencia. No solo por la calidad de la peli (que por cierto tiene merecidísimos esos premios ganados), sino por el contacto con personas que se veían a sí mismas y a sus vecinos en la pantalla, que se reconocían, que murmuraban, que señalaban, que hacían bromas, que recordaban…
Arduino nos pasaba la caña y todos nos reacomodábamos mil veces (no olvidar que estábamos en el piso). Se fue terminando la peli y quedó sonando la banda sonora un rato, con la que todos, puedo decir TODOS, quedamos encantados.
Por supuesto que al llegar al bar cogimos la mesa más grande, el personal y la sed crecían cada vez más. Nos pusieron salsa, tal y como lo hubiera querido… Lavoe, y las bielas empezaron a aparecer de a cinco, de a seis, sin control, sin orden.
No sé de quién salió la petición de “qué lindo es tu cu-cu”, pero lo cierto es que todos la pedíamos a gritos. A estas alturas se había sumado al grupo un panita de El Matal, en un total y absoluto estado etílico, compitiendo con Ampuero en cachina (cosa que no es nada fácil) y pidiéndole a todo el mundo un dólar, bueno a todos menos a Arduino, al que solo le pidió 10 centavos (¿?). Finalmente salió el cu-cu, que más que baile terminó convertido en competencia de quién se empuja más duro mientras baila.
Seis bielas más, Nadya nos hacía bailar salsa, Arduino apareció con un coco loco (el principio del fin), cinco bielas, los tabacos a punto de acabarse, hasta que finalmente, el más antiguo de los temores del hombre moderno apareció frente a nosotros: las bielas se habían acabado. Nadya agarró un coco loco en cada mano y se enrumbó hacia la playa seguida de todos nosotros que nos rehusábamos a acabar con la fiesta.
Frente al mar y con mucho coco loco, terminamos nuestro día tal como empezó: con risas que nos abarcaban por completo…
Once de la mañana. Tengo que levantarme. ¿Tengo? ¿Chuchaqui o plutera aún?. Sol. Hambre. El agua fría en la ducha no es de dios. Vestirse. Desayuno.
Si van a El Matal y quieren desayunar delicioso y excesivamente barato, Punta Ballena es el lugar (esto parece texto de las huecas pepas). Yo me pedí un perico (no se les ocurra decir tigrillo, corren el riesgo de ser el objeto de la burla del dueño del lugar, tal como le pasó a Ampuero “Jaja, dice tigrillo, dice”), me tomé un jugo de piña y dos botellas de agua con las milagrosas ibuprofeno que Claudia repartió para el chuchaqui. Mi cuenta ascendió a $2.50, que junto con los $5 que nos costó la maratónica farra de la noche anterior fueron la sorpresa económica del viaje.
Ya de regreso al hotel nos fuimos acomodando en las hamacas, uno al lado del otro con muchas botellas de agua para combatir los estragos del alcohol. Xavier, Nadya, Andrey, Gabriela y Juan Carlos, incansables y entusiastas, nos dejaron fusionados en nuestras respectivas hamacas y partieron hacia Playa Paraíso, a bañarse en el mar de esa playa desierta tal cual como si fueran los habitantes del Edén.
Nosotros hicimos lo nuestro y luego de hablar seriamente sobre el tema de educación, terminamos cantando con Ampuero el himno del Colegio Indoamérica, que terminaba con una gran frase: “seremos feliceeeees”. Exploramos, también, la discoteca del hotel, Enigma, decorada con portadas de LPs de Amanda Miguel, Las chicas de Nueva York, Heleno, entre otros, además de las botellas suicidas colgadas de una viga del techo y en marco dorado la canción “Jama lindo y querido” al ritmo de cumbia.
Muy a nuestro pesar el bus nos recogió puntual, a las dos de la tarde. Entre reconstrucciones de la noche anterior y risas completamente nuevas, fuimos trepando al bus nuestras maletas, cargadas del sonido del mar, de memorias desordenadas y de sonrisas que aún no se borran.
En la carretera, muy avanzados en el regreso y con salprieta y queso manaba recién comprados, se nos apareció un arco iris, a manera de cierre simbólico de este fin de semana que siempre supe que sería inolvidable.