El diario El popular de Ciudad de México contó en su edición del 21 de noviembre de 1901 que en la madrugada del 18 un policía acudió a un “baile a puerta cerrada” para “pedir la licencia” y lo que vio “le revolvió el estómago” pues “se encontró con cuarenta y dos parejas de canallas de éstos, vestidos los unos de hombres y los otros de mujer que bailaban y se solazaban en aquel antro”.
Carlos Monsiváis relata en este artículo publicado en la revista Letras Libres con ocasión del centenario de aquel baile, que entre esas personas detenidas, “el que desaparece de la lista, compra su libertad a precio de oro y huye por las azoteas” es el “Primer Yerno de la Nación”, Ignacio de la Torre y Mier, casado con la hija del Presidente Porfirio Díaz. El número “se ajusta” y se convierte entonces en 41. Pero cuenta Monsiváis que ya para el envío “a pagar con trabajos forzados su crimen, el número disminuye considerablemente” e ironiza: “Sin temor de calumniar la honradez proverbial del aparato de justicia en el México de 1901, es seguro que 22 o 23 víctimas de la Redada compraron su libertad”. En todo caso, el número 41 quedó desde entonces asociado con la homosexualidad y Monsiváis recuerda que en la década de 1950 todavía circulaba la frase: “De la redada de los 41 te salvaste, manita. Del infierno, todavía no”.
El número 41 se convirtió en un estigma. La violencia institucional no sólo se la ejercía desde el aparato de justicia (doblemente discriminador: por gay y por pobre) sino incluso en sus prácticas cotidianas: como destacó Mílada Bazant en su excelente texto Crónica de un baile clandestino, en una institución pública como el ejército no había batallón, regimiento o división que tenga el número 41 y si era estrictamente necesario utilizarlo (por ejemplo, en la numeración de una calle) se recurría al 40 bis. El panorama lo describe acertadamente Monsiváis: “De la madrugada del 18 de noviembre de 1901 a 1978, en la marcha conmemorativa del 2 de octubre, cuando desfila un contingente gay, los homosexuales han sido presa del pánico de la Redada” y víctima de “detenciones, golpizas e insultos”. Monsiváis advierte que “sólo cuando el termino gay se populariza, la Redada se ve interrumpida” y concluye su artículo con la siguiente frase: “Misterios de la semántica: con la palabra gay se introduce, casi al mismo tiempo, la defensa de los derechos humanos de los por ella representados”.
Ese misterio semántico lo había aclarado, unos años atrás, el comediante norteamericano Lenny Bruce. Él supo que es precisamente suprimir una palabra lo que le concede el poder, la violencia y el vicio. Porque quienes no merecen siquiera denominarse (porque, como dice Monsiváis, el odio “no se atreve a escribir el nombre de los seres odiados. Ni eso merecen») tienen muchas mayores posibilidades que la violencia que contra ellos se ejerza («detenciones, golpizas e insultos») se invisibilice en la opinión pública, que es precisamente el caso de Los 41 y de tantas otras minorías a lo largo de la historia. El personaje de Lenny Bruce, interpretado en su biografía cinematográfica por Dustin Hoffman, lo expone claramente:
Por ello, la importancia de sucesos como La Marcha de las Putas: por su apropiación del insulto y por asumirlo “como una contracultural declaración de libertad, en rechazo a la violencia de género”, como lo reivindicó Silvia Buendía en páginas de diario Expreso. Porque hacerlo es ejercer derechos (a la libertad de expresión, a la protesta, a la libertad sexual) para provocar debates sobre la violencia contra las mujeres, al tiempo de subvertir los usos del lenguaje que sirven para legitimar esa violencia y de obligarnos a reflexionar sobre por qué deberíamos considerar que una palabra (puta o gay, por ejemplo) debería resultarnos ofensiva si alguien nos “acusa” de ello. Cuando empecemos a pensar que el que merece reproche es el que pretende ofender con el uso de esas palabras y no aquel a quien éstas se dirigen, estaremos más cerca como sociedad de combatir la discriminación que de legitimarla con nuestra indiferencia.