Tengo una relación difícil con el derecho. Tengo formación de abogada y ejercí la profesión, como dios manda, por unos años. Y no me gustó. No me gustaron las cortes, l@s amanuenses, jueces ni juezas. No me gusta la jerga legal ni el estilo afectado de los escritos legales (que, invariablemente, al rato se contagia al hablar). Odio leer códigos e instrumentos jurídicos en general, me parecen atentados a la comunicación y, en particular, a la buena fe en la comunicación humana. Por esto último, también me disgusta el juicio como espacio de solución de controversias. Porque a pesar de la retórica, en un juicio no se busca aproximar a la verdad (ni con V ni con v). Lo que se busca es convencer al juez o jueza de lo que sea que cada parte sostenga.
El derecho es el mecanismo normalizador por excelencia y eso también me incomoda. Si las palabras, unas más que otras, construyen realidades en las que vivimos, nos vemos, aceptamos o incluso cuestionamos (he ahí la reapropiación de los insultos, de lo que nos habla @silvitabuendia); las palabras en derecho construyen realidades que vienen acompañadas con su extra carga coaccionadora. El derecho, en la forma que yo lo conozco, tiene la autoridad no sólo para darle a términos y frases un significado que puede no corresponder al del uso común, sino además, autoridad para imponer ese significado como el único legalmente relevante. Las categorías legales importan por las consecuencias que de ellas derivan porque cuando la ley define, no sólo determina límites (como hacen las definiciones en general), también asigna valor y relevancia. Al hacerlo, el derecho determina relaciones.
Eso dicho, las posibilidades emancipatorias del derecho está en sus confines, en volverlo responsable de sus grandes narrativas. por ahí es por donde yo escudriño. no sé si esto me convierta en una alternativista como mi amiga Eli Vásquez, pero por ahí ando. En todo caso, rechazo esa dudosa invitación a “váyase de aquí si no le gustan las reglas” y esa más dudosa distinción entre lo público y lo privado que parece justificarla (como en ciertos comentarios al artículo de Niño Reinaldo en Gkillcity). Si lo que ud. hace, daña o agrede, no importa en nombre de qué libertad lo haga o el ámbito desde donde actúa o la naturaleza de los fondos que usa, prepárese a que le protesten. Si algo reivindica a cualquier sistema de reglas es que, sobre todo, es o debe ser, un espacio de discrepancia efectiva, esto es, con resultados.
El derecho ha sido instrumental para construir, para definir, las relaciones entre los estados y los pueblos indígenas. Aquí voy a revisar cómo ha ocurrido esto en el ámbito ecuatoriano y en el internacional y cómo por la participación activa de los interesados, esas relaciones han variado de subordinación y paternalismo a unas potencialmente más promisorias en términos de relaciones inter-pares. Ésta es la primera parte de una serie de dos artículos y el marco que estimo necesario para entender en contexto, la relevancia y funcionamiento del derecho a las consultas previas a las que se refieren los numerales 57.7 y 57.17 de la constitución vigente, y que será materia del artículo siguiente.
El derecho europeo legitimó la conquista europea. el fundamento inicial fue la doctrina del descubrimiento (terra nullius) interpretada en el sentido de que los infieles no podían ser considerados como dueños de tierras. En 1493, una serie de bulas papales (las llamadas bulas alejandrinas) otorgaron a la corona española las tierras que descubriera bajo la obligación de evangelizar a los infieles. Sin embargo, tanto la doctrina del descubrimiento como la autoridad papal fueron cuestionadas como bases para disponer de los territorios de los indios. Para Francisco de Vitoria, las bulas papales regulaban la carrera conquistadora entre potencias europeas (básicamente España y Portugal) pero no podían por sí conferir a nadie las tierras descubiertas ni la soberanía sobre los llamados infieles. Según Vitoria, los indios eran seres racionales y en tanto tales tenían derecho a su propiedad y autoridades propias. Si algo legitimaba la conquista era el deber de “salvar almas” a través de la evangelización. Según Vitoria, todos los individuos del mundo eran libres pero estaban sujetos al derecho de gentes, independientemente de que lo conocieran o no. Según el derecho de gentes, todos tienen el derecho a circular por el mundo e intercambiar bienes, sobre todo, ideas. Para Vitoria, esto autorizaba a los españoles a predicar la fe cristiana y a emprender una guerra justificada e incluso a someterlos a su tutela, en caso de que los indios se negaran a escuchar tal prédica. aquí los justos títulos para guerra, según Vitoria.
Justificada la conquista, la prioridad se volvió la colonización de territorios y personas a través de mecanismos de apropiación de tierras -usualmente las mejores- y de servidumbre, como encomiendas, requerimientos, reducciones, tributos, junto con la aculturación y la evangelización. Todo esto estipulado en detalle en las llamadas Leyes de Indias, que regían todos los aspectos de la vida en las colonias españolas. El libro sexto regula la situación de los indios y entre otras cosas, les revoca la calidad de agentes al someterlos a la protección de los prelados eclesiásticos. A su vez, la nueva organización político-económica-administrativa redujo considerablemente las formas organizativas prehispánicas en ámbito, alcance de funciones y territorios, e incluso las utilizó en lo que fueron convenientes, pero no acabó con ellas por completo.
En la etapa republicana, el derecho ecuatoriano sobre relaciones entre indígenas y estado ha fluctuado entre la negación de los primeros como sujetos legales plenos y el asimilacionismo.
La naciente república se proclamó heredera de la corona lo cual ratificaba el modo de adquisición de territorios y autoridad sobre los indígenas. La Constitución de 1830 mantuvo el régimen tutelar sobre éstos y nombró “a los venerables curas párrocos tutores y padres naturales de los indígenas, excitando su ministerio de caridad en favor de esta clase inocente, abyecta y miserable.” De jure y de facto, los indígenas quedaron excluidos de la ciudadanía. Subsistió la figura del concertaje o peonaje por deudas, una relación de trabajo formalmente voluntaria que en la práctica ataba al trabajador campesino a las haciendas y el patrón, indefinidamente.
Posteriormente, el liberalismo terminó con la prisión por deudas en 1918, lo cual implicó la paulatina desaparición del concertaje. Con el liberalismo, el estado impulsó una política de protección a los indios para favorecer su “mejoramiento en la vidad social”.
En todo este tiempo, las comunidades rurales indígenas no desaparecieron. Subsistieron y frecuentemente entraban en conflictos de tierras con los hacendados. En 1937 y 1959, se dictaron las leyes de comunas y el estatuto jurídico de éstas para incorporar al orden territorial vigente una serie de centros poblados que bajo distintas de denominaciones, caseríos, anejos, parcialidades, etc. permanecían al margen de tal orden. Una gran cantidad de comunidades indígenas legalizaron sus tierras. Algunas, sin embargo, rechazaron la ley a la que veían como un intento velado del estado por normalizarlas, según el espíritu asimilacionista de los tiempos, y no como una forma de real reconocimiento de su espacio político, sus intereses y su identidad. En la práctica, la ley sirvió para que el estado reemplazara formas tradicionales de autoridad y de toma de decisión bajo consenso, por un régimen de elecciones y autoridades elegidas. La ley no amparaba a los indios huasipungueros pues requería prueba de 30 años de posesión, que éstos, obviamente, no cumplían. En síntesis, la ley de comunas respondía más a intentos de “modernizar” a las comunidades y operaba contra los intereses de éstas de preservación de la tierra, autonomía polícia y auto suficiencia.
Los 60 y 70, fueron los tiempos de las reformas agrarias que en el Ecuador se orientaron al fomento de la colonización y al incremento de la productividad agrícola. La reforma agraria acabó formalmente con el huasipungo y estableció la inalienabilidad de las tierras indígenas como medida protectiva a las poblaciones y como medio para asegurar el cumplimiento de objetivos agrarios nacionales.
Por su parte, el derecho internacional de los derechos humanos también siguió la tendencia de tratar “la cuestión indígena” desde una perspectiva paternalista y tutelar. En 1938, la conferencia panamericana declaró que “los indios… tienen un derecho especial a la protección por parte de las autoridades públicas, para compensar por la inadecuación de su desarrollo físico e intelectual”. En 1948, la Carta Interamericana sobre Garantías Sociales, llamó a los estados “a ejercer su tutela para preservar, mantener y desarrollar el patrimonio de los indios o de sus tribus… Y a crear instituciones o servicios para la protección de los indios”. Nótese, eso sí, un principio de reconocimiento de “el patrimonio de los indios”.
En 1946, la Organización Internacional del Trabajo estableció un comité de expertos para tratar la situación laboral de los indígenas. El comité criticó lo que veía como “políticas de asimilación artificial” y en su lugar promovió un programa combinado de protección e integración de los indígenas. El objetivo era proveerlos de los instrumentos para que pudieran formular su propia inserción en la sociedad moderna. Estos criterios informaron el Convenio 107 sobre Poblaciones Indígenas y Tribales, de 1957. En forma similar, la Convención para la Eliminación de Todas las Formas de Fiscriminación de 1965 promovía la toma de medidas especiales para la integración gradual de las poblaciones indígenas.
La tendencia asimilacionista empezó a cambiar.
El énfasis integracionista del derecho internacional fue criticado por los movimientos indígenas emergentes pues partía de la idea de que los pueblos indígenas debían desaparecer como tales y confundirse con la sociedad prevaleciente. El derecho internacional empezó a cambiar el discurso paternalista de protección debida e integración por uno más proactivo de derechos. El Reporte “Martínez Cobo” 81-83 orientó las discusiones sobre las demandas de los pueblos indígenas en el seno de la comisión de la onu sobre derechos humanos. La Convención de la ONU sobre Combate al Racismo y Discriminación Racial de 1978, aunque concentrada en el tema del apartheid sudafricano, incluyó un reconocimiento a los derechos culturales de los pueblos indígenas. En 1981, el Comité de Derechos Humanos resolvió el primer caso interpuesto ante la ONU por una persona indígena contra un Estado, basado en el incumplimiento del derecho a la cultura previsto en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966.
En 1989, la OIT adoptó el Convenio 169 Sobre Pueblos Indígenas y Tribales. A la fecha, éste es el instrumento vinculante más importante sobre derechos indígenas y el primero en establecer la obligación legal de los estados de consultar con los pueblos indígenas sobre decisiones que pudieran impactarlos. En 1994, el grupo de trabajo sobre poblaciones indígenas formado al interior de la ONU en los 80, adoptó el borrador de la Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos Indígenas, discutido con participación activa de delegados indígenas de diversos lugares del mundo. 25 años más tarde, en 2007, la ONU aprobó la declaración. Estos dos instrumentos, el Convenio 169 y la declaración reconocen, aunque con reservas, la calidad de “pueblos” a los pueblos indígenas.
El sistema interamericano de derechos humanos ha sido el sistema regional más proactivo con respecto a derechos indígenas en los últimos tiempos. A pesar de la orientación individualista de los instrumentos del sistema (fundamentalmente, la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre de 1947 y la Convención Americana sobre Derechos Humanos de 1969), la Comisión y la Corte Interamericanas han confirmado a lo largo de una serie de reportes y decisiones que los temas indígenas caen dentro de su esfera de protección. Probablemente, los mayores aportes del sistema a la causa de los derechos indígenas en la región sean dos: una interpretación extensiva del derecho de propiedad que recoge la importancia de la tierra y los recursos naturales en las culturas indígenas, y la amplia elaboración en los deberes correlativos de los estados con respecto a este derecho, incluida la obligación de consultar efectivamente con los pueblos indígenas para el ejercicio pleno de su propiedad.
También en Ecuador los 80 y 90 vieron el surgimiento con fuerza del movimiento indígena. Las marchas de los 90 sirvieron al menos dos propósitos estratégicos: volvieron visibles a los indígenas ante el resto de la sociedad y consiguieron la titulación de tierras, particularmente a favor de los pueblos amazónicos de contacto más reciente. Es importante anotar aquí que la incompatibilidad entre los sistemas de tenencia de tierra de los pueblos indígenas y los requisitos de prueba de posesión previa previstos en la ley volvía muy difícil la obtención de los títulos de propiedad.
Asimismo, las reformas constitucionales de 1996, y las constituciones de 1998 y 2008 se han desmarcado de las tendencias asimilacionistas comentadas arriba y han reconocido a los indígenas como sujetos colectivos y titulares de una serie de derechos específicos y recogido conceptos como sociedad multicultural y pluriétnica y estado plurinacional.
Este cambio de orientación del derecho aplicable a pueblos indígenas quizás no habría sido posible sin la intervención activa de estos pueblos y sus aliados, tanto en el ámbito ecuatoriano como en el internacional. Probablemente las personas no entrenadas en el discurso legal no logren apreciar las diferencias notorias. Me permito resaltarlas a continuación:
– hay una diferencia cualitativa entre ser considerado sujeto pasivo de protección del estado y del derecho y ser sujeto activo de derechos.
– Como indiqué arriba, las categorías legales importan y mucho. La insistencia de los pueblos indígenas en ser reconocidos como “pueblos” obedece a que en el derecho internacional de los derechos humanos, los pueblos -no las poblaciones ni las comunidades- son titulares del derecho a la libre determinación, según el artículo 1 de los pactos internacionales sobre derechos civiles y políticos y sobre derechos culturales, económicos y sociales, ambos de 1966. Los Estados han sido reacios a reconocer a los pueblos indígenas el derecho a la libre determinación por temor a la posibilidad de secesión que este derecho implica. Los pueblos indígenas, por su lado, insisten en ese derecho como inherente a su condición de naciones distintas de otras minorías. Como he indicado, al menos dos instrumentos internacionales recogen este requerimiento, aunque con condiciones.
– En el ámbito nacional, las categorías de “ciudadanos” y “derechos individuales” no satisfacen ni la aspiración de reconocimiento como colectivos ni la naturaleza colectiva de los derechos de los pueblos indígenas. Independientemente de que el resto de la sociedad entienda o comparta estas concepciones, lo relevante para los pueblos indígenas es que el discurso legal las recoja como válidas para ellos y lo han conseguido.
– La insistencia de los pueblos indígenas en participar en los foros internacionales con su voz propia ha modificado concepciones tradicionales sobre la formación del derecho. Como indiqué arriba, los estados reclaman el monopolio de la creación del derecho tanto en el nivel nacional como internacional. La Declaración de la ONU sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas es un ejemplo de participación de actores no estatales en un instrumento inter-”nacional”, no como observadores ni asesores, sino como co-creadores de derecho. Otro ejemplo es la convención que están discutiendo los pueblos Sami y los Estados de Suecia, Finlandia y Noruega que de llegar a adoptarse tendrá la calidad de convenio inter-”nacional” entre estados y un pueblo indígena.
– Más allá del valor intrínseco de tener voces alternativas en la creación de derecho, hay por lo menos dos temas en los que los pueblos indígenas han ampliado las fronteras de la imaginación legal: 1) el contenido y alcance del derecho a la libre determinación de los pueblos más allá de la secesión. La declaración de la ONU del 2007, que ha sido calificada como la carta de derechos de los pueblos indígenas (en alusión paralela a la carta de derechos humanos), desarrolla la libre determinación interna como ningún otro instrumento internacional lo ha hecho; 2) El contenido y alcance del derecho a la propiedad. El sistema interamericano ha reconocido que las formas tradicionales de tenencia de la tierra de los indígenas dan lugar al derecho humano a la propiedad y al mismo tiempo ha postulado que sería discriminatorio reconocer como derecho sólo las formas como la sociedad dominante protege sus intereses propietarios.
– En el caso ecuatoriano, hay dos instancias que al menos potencialmente anuncian el rompimiento del monopolio estatal en la creación e interpretación del derecho. La una es el reconocimiento del derecho colectivo de los pueblos indígenas a la elaboración, creación, modificación y aplicación de sus propios sistemas de derecho, incluidas las autoridades de aplicación. La otra es la posibilidad de co-legislar anunciada en el reconocimiento del derecho a ser consultados sobre legislación que podría impactarlos.