Si la democracia fuera mujer, viviría encerrada, con miedo, amarrada a la pata de una silla para no ver la luz, y que no la vean tampoco. Solo imaginen como sería para Democracia (nombre manabinéstico por excelencia) sabiendo que todos la violan, la ultrajan, la denigran: siempre vive en peligro, se ve amenazada por todos los frentes y aunque todos hablan de ella, nadie aporta a su seguridad, es violencia de género extrema.

Pero esto es un supuesto. Democracia Concepción Caicedo Alcívar no existe, y la democracia en la cual nosotros y la gente del mundo dice vivir, tampoco. La segunda, es parte de la utopía eterna de una representación real de todos en unos cuantos que, teniendo la responsabilidad entregada a través del voto universal, deberían cumplir y hacer cumplir leyes y códigos para acercar a sus mandantes las necesidades básicas para vivir armoniosamente. Suena lindo, pero muy lejano.

¿Conocen estimados lectores, algún país “democrático” donde la premisa del párrafo anterior se cumpla? En teoría, el sistema político más difundido en el mundo funciona. Pero en la praxis, su objetivo central se ve mermado por varios aspectos. En las líneas subsiguientes, nombraremos los que considero más influyentes.

Es cierto que los desbarajustes de nuestro sistema político en los últimos diez años y el proceso de transición un tanto brusco que promueve el actual Gobierno, tildado por muchos sectores opositores de “autoritario”, hacen creer que la democracia en Ecuador está en decadencia. Pero en realidad, los orígenes del desgaste secuencial de la premisa “del pueblo, para el pueblo y por el pueblo” tienen raíces más profundas que el cambio de presidentes o Constitución, en la misma concepción del régimen capitalista. No es alguien quien merma la democracia, es el todo actual lo que la hace quimera.

No niego que cuando un gobernante trasgrede el marco jurídico del Estado la figura democrática se parte en dos y se convierte en dictadura, así como también el uso a conveniencia de la Constitución y su interpretación parcializada destruye la sintonía de la ciudadanía con el Gobierno. Pero en marcos generales, estas dos situaciones son tan solo una “raya más al tigre” al socavado concepto nacido en Atenas. En esencia, repito, la democracia no existe. Así sin más, o por lo menos como nos imaginamos que es.

La teoría es sencilla. David Schweickart, economista socialista estadounidense, creador del término “Socialismo de Mercado”, afirma que la democracia es incompatible con el capitalismo, y lo basa en tres definiciones. 1) En democracia, el sufragio es universal entre adultos; 2) Ese electorado está razonadamente bien informado acerca de los asuntos que se van a decidir en el proceso político y activos a la hora de contribuir con la resolución; y 3) No existe minoría alguna que sea privilegiada.

El tercer requisito es el centro de la polémica. Para nadie es secreto que en una economía de libre mercado todo trabajo: material, inmaterial o intelectual significa un gasto o inversión, y la política no es la excepción. Para realizar una buena campaña electoral y ganar una elección, los expertos en Marketing Político son tajantes: si no tiene los verdes, pierde su tiempo. Justamente, la financiación de campañas priva a la multitud de una democracia representativa, peor participativa. Grupos empresariales locales, transnacionales y la banca privada son los principales aportantes de los aspirantes a servidores públicos, y claro, antes de entregar los recursos, deben estar seguros que ya en el poder serán bien recompensados.

Hay entonces, una minoría privilegiada que accede a estos fondos de financiamiento y se convierten en presidenciables, en una opción de elección. No todos podemos llegar a serlo, pese a nuestras condiciones intelectuales, por la excepción económica. El derecho a elegir y ser elegidos cae en una falacia constante: candidato q no posee recursos necesarios, solo compite, nada más, y convierte a la alternancia de poder en un círculo vicioso de un grupo tradicional adinerado y unos cuantos que ingresan a ese espacio, debiéndoles favores a los socios fundadores.

Aceptar esto como un hecho permite nacer a la Poliarquía. Todas las sociedades industriales avanzadas del mundo son poliarquías, y no democracias. ¿Qué es? Según Roberth Dahl, en su libro llamado de igual forma: La Poliarquía, los líderes políticos son seleccionados por la ciudadanía a través del voto, pero estos a su vez, pertenecen a un círculo social y económico selecto y mínimo, que termina determinando el poder entregado a ellos a través de la representación. Este sistema, según el politólogo estadounidense, define todo los procesos políticos existentes, y mantenía a la democracia como el punto utópico irreal e inalcanzable para la humanidad.

Pese a ello, Dahl acepta que la anhelada democracia está más cerca de realizarse en unas sociedades que de otras, aunque insiste en que su limitante principal es el sistema económico imperante. Mientras eso dure, tenemos la poliarquía que por su concepción, nos entregan una idea aceptada naturalmente como “nuestra democracia”. En ella hay cargos públicos elegidos, elecciones libres y equitativas, sufragio inclusivo, derecho a optar a cargos públicos, libertad de expresión, información alternativa y libertad de asociación. Pero usted, Dahl, Schweickart y yo sabemos que no hay tanta felicidad en este modelo, que le falta algo, que no es completo, que no es de todos.

La democracia puede ser, pero no es, e independiente de cualquier tendencia política, lo que determina su aplicación total o no es el sistema económico. Aquella violada, ultrajada manchada, vilipendiada Democracia Concepción Caicedo solo es un supuesto que no se ajusta a la realidad fehaciente. Si no se encuentra una forma de revertir el poder de la minoría pudiente, si no se rompe las cadenas del capitalismo salvaje o por lo menos se perfora sus bases, viviremos engañados toda la vida de lo que creemos es la sociedad perfecta, el modelo adecuado de subsistencia, pero no es más que una muestra virtual de lo que sería, como un “demo” del último videojuego. Ya jugarlo es otra cosa.

Si no nos importa, podemos seguir llorando por como destruimos nuestro grandioso y perfecto sistema político, pero cambiémosle el nombre. Poliarquía Francisca suena bien…