Angelita y Carmen guardan el mismo secreto. Lo hacen porque temen que la verdad afecte a sus nietos. Además de sus familiares cercanos, nadie más sabe que los pequeños viven con VIH. Aunque quisieran contarlo saben que la sociedad guayaquileña no está preparada para acogerlos sin verlos diferente. Lo saben porque eso les sucedió a varias amigas en la misma situación.

Entre ellas está Raquel. Gordita, con una camiseta ajustada color negro y argollas grandes que combinan con su atuendo, esta señora de 46 años cuenta que su hermana murió de una infección que se complicó por sus bajas defensas. Ella ya había desarrollado sida. Su sobrina Laura, de apenas cuatro años entonces, pasó a ser parte de su familia. Ha pasado una década desde ese episodio y para Raquel no hay diferencia, ni económica ni sentimental, entre sus dos hijos biológicos y Laura.

La primera vez que la inscribió en una escuela no comentó a los directivos ni profesores sobre la condición de la niña. “No conocía mucho de qué se trataba esto del VIH y tampoco sabía cómo podían reaccionar los demás”. Pero una supuesta amiga, que ahora Raquel recuerda con cierto rencor, sí sabía que la pequeña vivía con VIH y lo contó a la rectora de la institución.

Fue un gran error. A partir de ese momento la directiva comenzó a quejarse de Laura: de su comportamiento, de su rendimiento, de su falta de integración. “Si la niña moqueaba o estornudaba la mandaban a casa como si tuviera una plaga”. Aunque fueron meses difíciles Raquel prefirió que se termine el año lectivo y luego la cambió de escuela.

En la nueva institución primaria y ahora en el nuevo colegio que estudia esta adolescente, nadie sabe que ella vive con el virus. “¿Para qué decirlo? Si solo complica las cosas, no quisiera nuevamente que la miren o la traten mal”. Raquel le ha advertido que puede compartir todo con sus amigas, menos que dos veces al día debe tomar los antirretrovirales para mantenerse sana.

Raquel oculta la enfermedad de su hija al igual que Angelita. Jean Paul y Elisa son mellizos y la transmisión del VIH también fue a través de su madre, la nuera de Angelita que falleció a los dos años de darlos a luz. El hijo de Angelita se volvió a casar, se niega a hacerse la prueba del VIH y casi no aporta económicamente para mantener a sus mellizos de 7 años. Angelita es quien debe arreglárselas para que ellos estudien, coman y puedan divertirse los fines de semana.

Como Raquel, cuando recién se hizo cargo de sus nietos -a quien llama hijos- no conocía nada sobre el VIH-sida, solo había oído lo letal que era el virus. Poco a poco fue averiguando y así es como les ha transmitido a ellos información del virus, de acuerdo a su edad. Los niños no saben que viven con VIH, Angelita dice que ahora acuden a un psicólogo en una fundación de Guayaquil donde los preparan para darles la noticia. Según la profesional, dice Angelita, están en la edad indicada para enterarse porque antes es muy pronto y no entenderían y después puede ser muy traumático.

Laura no se enteró por un psicólogo sino por la televisión. Cuenta su tía que cuando tenía 10 años, estaba viendo un programa y luego le preguntó si “eso tenía ella” y ahí Raquel aprovechó para explicarle un poco más lo que ella sabía.

Angelita confiesa que no ha sido fácil aprender sobre el tema. Al comienzo desconocía sobre todas las formas de transmisión. Recuerda una ocasión que Jean Paul se cayó y se raspó la rodilla. Sangraba y ella estaba asustada de curarlo porque no sabía si así se podía contagiar, por eso llamó a su hijo, que ella sospecha que sí tiene el virus, para que lo atienda. Hoy se ríe de esa anécdota porque sabe con seguridad cómo se transmite el virus y cómo no.

De todas maneras sus dos hijos viven con ciertas restricciones porque ella teme que se enfermen. No los deja bañarse bajo la lluvia ni andar sin zapatos y siempre les recuerda que tengan cuidado de no lastimarse. “Son niños y es difícil que me hagan caso en todo pero yo procuro que estén fuera de peligro, en el fondo sí me asusta que algo les pase”.

Carmen, sentada junto a Raquel y Angelita, también vive una situación similar. Desde que nació su nieto ella cumplió el rol de madre. Ahora tiene ocho años pero a diferencia de los nietos de Angelita y la sobrina de Raquel, él sí sufrió lesiones durante el parto y tiene problemas de aprendizaje. A diferencia de estas dos señoras, Carmen proyecta una mirada cansada un poco triste. Aunque dice que no es una molestia volver a ser madre de su nieto pequeño, sí la angustia el tener que reunir mensualmente los ingresos suficientes para pagar las clases extracurriculares de Fernando. Lo lleva a cursos de nivelación que ella debe costear y hay ocasiones que no le alcanza. “Pero siempre me las arreglo”, confiesa resignada.

Cursó unos talleres de repostería y con las ventas de tortas y otros dulces intenta cubrir los gastos. Raquel y Angelita también están constantemente viendo cómo sumar lo suficiente para que sus hijos vivan bien; reciben contribuciones esporádicas de familiares pero no cuentan con un ingreso fijo.

Las tres coinciden en que sus hijos tienen una vida normal, como la del resto de chicos. Pareciera que el detalle del secreto no estuviera registrado en su discurso. Dicen que a veces se olvidan que ellos viven con VIH y que los medicamentos son lo único que se los recuerda. A veces sí quisieran, sin embargo, poder compartir la situación pero el temor de la discriminación las frena. Cada vez que Angelita y Carmen quieren contarlo, recuerdan la experiencia de Raquel y se frenan. “Espero que cuando sean grandes ya no tengan que lidiar con esto”, concluye Angelita.