La turista

Fragmento de un diario femenino de viajes por los hombres

Las mujeres que andantes no le temen a los cantos de los hombres sirena.

UNO

—Antes de continuar hablando—me dice Dante — ¿me puedes decir qué tiene tu puta boca que me atrae tanto?

No me deja contestar. Se acerca y me besa fuerte, me da ese tipo de besos que deja la boca hinchada y caliente. Si coloco la mano encima, el filo de los labios se siente dolorosamente sensible como la prueba feliz de que allí alguien allí se dio verdadero gusto.

Entramos luego en un túnel. No lo veo, sólo puedo escuchar su voz, como un gruñido.

—Ven aquí—, me dice luego. El aquí es su pecho. Yo estoy acostumbrada a quedarme largo tiempo sobre el pecho de nadie. No es hosquedad, es simple falta de costumbre. Escucho como se recuesta en el asiento trasero del taxi y se da dos golpecitos sobre el hombro derecho invitando a que me acomode. El espacio es angosto y apenas si puedo estirar las piernas. Con una maniobra rara logro acomodarme ahí y a los diez  segundos ya estoy hastiada. Él no lo parece. Cuando salimos otra vez a la luz y alzo la mirada, tiene los ojos cerrados, descansa. Así juntos, pero incompatibles como somos, fingimos dormitar. Me quedo quieta un rato más porque su olor (todo el día la ciudad ha sido un pedazo húmedo de infierno) me sosiega.  Aunque sé que ni siquiera le soy simpática, es capaz de darme una ternura que no siente. No la aparenta: me la da. Puede ser muy tosco cuando habla pero en esos instantes de calma no importa mucho que yo sea de fuego y él esté hecho de agua.

Dante se dirige a mí con una mezcla autoritaria de entre sorna e ironía que no sé cómo, pero termina pareciéndome terriblemente sexual, al mismo tiempo, en otros fragmentos de nuestra conversación, lo he sentido desvalido, extraviado, insatisfecho: lanzánose contra las paredes de su propia ira. Esa ambigüedad me desconcierta. Dante, cuando no se encuentra en batalla campal contra algo o contra alguien, está perdido por alguna causa que no tiene pies ni cabeza …dando manotones desde algún fango infantil del que aún no sale. Por ahí pesqué entre amigos un diálogo sobre un internado donde fue a parar de adolescente, un reformatorio luego, varios arrestos, abusos, negrura, dientes, un bosque que amaba y que se quemó, un árbol chamuscado llamado Dylan. ¿Quién va a rescatar a Dante de los lobos  que incendiaron  su bosque? En la oscuridad lanza puñetazos contra quien lo contradiga o le susurre algo incomprensible; en la oscuridad, alarga las manos deseando un par de pechos donde enterrar el rostro para llorar hasta que se acabe la caza o amanezca. Quisiera decirle todo esto que sé, pero no puedo. Follamos, pero aún no hay suficiente confianza para eso.

¿Y qué puedo hacer yo si estoy apenas cruzando por allí? Veo el humo, pero no es mi humo; de su cuerpo sólo podré tomar, durante tres minutos de taxi y por su insistencia, un hombro. Soy una turista que pasea por los hombres como quien explorara playas remotas, selvas o castillos que pertenecen a todos y nadie. Duele la continua práctica de la renuncia, porque hay también paisajes extraordinarios (como su clavícula, el agujero vertical de su barbilla, sus ojos castañísimos, su lengua o su pene que huele frutal, como a duraznos) Y cuando se da con esos parajes entrañables es que una se pregunta ¿Cómo será vivir aquí? Pero es claro que una turista no puede quedarse porque no le corresponde. Una turista jamás se detiene porque la moviliza la curiosidad. Una turista reside en su propia casa que está lejos de todo (quizá en su propio cuerpo, como los caracoles).

Para eso existen las postales, las fotografías, los souvenirs. Una puede incluso, llevar un diario de los pedacitos de los hombres que ha compartido, finalmente para eso está la escritura, para la recreación: volver a vivir y entretenerse en pequeñeces como toda turista, envejecida ya, pero aún no del todo saturada de maravillas. En algunos territorios me he perdido, de otros jamás saldré y de algunos sólo conocí un mero mapa geográfico. Así que mientras este hombre me ceda su hombro y el marque con la punta de su índice el contorno de mi boca, sabré estar agradecida porque hemos coincidido. Cuando una mujer viajera está lista, es la aventura quien la busca.

Dante me empuja sin cuidado y baja del taxi, por la ventanilla nos decimos lo de siempre: adiós o hasta pronto. Ninguna de las dos cosas va a cumplirse, seguramente. Mi tierra, mi querencia, mi nación dorada se va con él entre  sus hombros. Vuelvo a ser lo que he sido siempre, una extranjera que busca permanentemente la siguiente estación.

— ¿Ahora sí me dice a dónde vamos?- Me pregunta el taxista irritado porque por tanto besuqueo no ha podido concentrarse en mantener derecho el camino.

Recordé un diálogo de otra viajera aplicadísima: Alicia, la niña idolatrada de Lewis Carroll conversa con el gato de Cheshire para saber a dónde dirigirse, pero como no sabe hacia dónde va el felino le aconseja tomar cualquier dirección porque será buena, si no hay destino.

—Hacia adelante, —le digo.

Él me hace caso devolviéndome la mirada por el retrovisor. Mi rostro está pálido, los besos de Dante lo han ido borrando. Aunque no he vuelto a ver cómo el hombre que besé en el taxi se empequeñece a la distancia, creo que me he transformado un poco en sal y algo de mí se desmorona, imperceptiblemente.