En una edición anterior escribí sobre la institucionalización de la intolerancia estética (esto es, la aversión por estilos de vida diferentes) como el componente fenoménico del proceso de Regeneración Urbana, con miras a buscar lo que subyace en la formación de políticas públicas del municipio local. Caminando a Las Peñas hace unas semanas con unos amiguetes –lugar y rutina que frecuento, y que por lo general termina con las conocidas bielas donde el colorado-, discutí sobre el tema ampliamente; y, mientras conversábamos, vimos cómo un metropolitano se le cargaba a un vendedor ambulante de cigarrillos. “No se queje; son cuestiones políticas”, dijo riendo, con su mano apoyada en el garrote. El comerciante dio par de vueltas y volvió a vender unos metros más adelante, como tirándole un “¡y a mí qué chucha!” a la cara. Por supuesto, al rato me acerqué a comprarle un cigarrillo.
Son miles de comerciantes informales que tienen que vérselas con las ordenanzas que los niegan, en sintonía con el elemento discursivo de los funcionarios municipales: “A mí no me asustan, señores, cuatro informales y cuatro mamarrachos”, ha dejado claro el alcalde Nebot. Pero ése no es el tema que me interesa ahora. Me interesa hilar en la declaración del metropolitano y en la acción del comerciante, toda vez que puede permitirnos un acercamiento distinto para re-definir la política (i.e., politics), que es lo que intentaré ensayar brevemente en este texto.
Me baso principalmente en Badiou, quien elabora una política del acontecimiento que lo lleva a pensar la política no a partir del Estado, sino a partir del sujeto político. ¿Qué significa esto? El punto que pretendo enfatizar: concebir al Estado como limitador de “la posibilidad de los posibles” y, por ello, ver la necesidad de re-definir la política como actividad libre (no-estatal) en tanto búsqueda de desplazamiento de los límites trazados por éste. Cuestión que ha de darse por el acontecimiento, entendido como la creación de nuevas posibilidades, como ruptura en la disposición normal de situaciones.
Así, afirma Badiou, “el Estado es siempre la finitud de la posibilidad y el acontecimiento es su infinitización”, pero “en tanto se sustraiga [el acontecimiento] a la potencia del Estado”. Salto lógico: una ruta para el cambio político no puede ser guiada por el Estado precisamente porque éste es en sí no-político; o lo que es lo mismo: la política ha de ser siempre no-estatal: debe ser pensada como un acto libre tanto en su forma como en su contenido.
Tomemos un caso concreto para clarificar el meollo conceptual: el proceso electoral. Si lo analizamos, el voto en sí mismo no es libre en su forma (en Ecuador el sufragio es incluso obligatorio), en vista de que es el Estado el que decide el día y la hora en que se debe votar. Es decir, el voto es un acto estatal; no es un verdadero momento de libertad (que no significa que el sufragio no sea importante); al contrario, “es una especie de comprobación: lo que se hace es comprobar que las cosas siguen su curso [y] nosotros participamos en esta comprobación”.
La política, ergo, aunque debe originarse en el mismo lugar que el Estado, basa su existencia en la capacidad de establecer “una relación [dialéctica] entre el vacío y el exceso, que es esencialmente diferente a aquel del Estado”; y es esta diferencia la que –de nuevo- sustrae la política de aquella efectuada como re-aseguramiento (en el sentido de comprobación señalado) estatista.
Y es este proceso sustractivo el que permite que el límite trazado por el Estado entre lo posible y lo imposible pueda desplazarse, lo cual es –en palabras de Badiou- “una tarea infinita”, dado que la construcción de verdades políticas implican un desplazamiento del límite divisorio y de las consecuencias propias del surgimiento (siempre sorpresivo) del acontecimiento.
Badiou, por supuesto, arguye a favor del comunismo como idea emancipadora, por lo que rescata la política como actividad colectiva (y, en algún sentido, como acción organizada) orientada hacia la igualdad. Pero ese es un tema que no tocaré en este texto, tanto por la extensión como porque me interesaba recalcar el punto que ya he mencionado: el oponer la política al Estado.
Esto nos permite darle una lectura diferente a distintos fenómenos. En este caso, movilizarlo a prácticas económicas que, aunque cuyo fin no esté orientado al cambio de las estructuras políticas en sí (esto es, no es pensada como acción direccionada y consciente como lo pretendiera un activista), se ven atravesadas por un carácter subversivo contra el Estado toda vez que se mueven y permanecen en los márgenes de la maquinaria estatal.
Y que lo ligo necesariamente a la tradición anarquista de izquierda: Bakunin hablaba ya del Estado como “negación de la humanidad”, dado que en su lógica “todo lo que le sirve es bueno” y “todo lo contrario a sus intereses es declarado criminal; tal es [su] moral”; y por ello, considerando lo anterior, ha de re-pensarse al Estado como no-político.
Kropotkin, por su parte, escribía que la síntesis “de los dos fines perseguidos por la humanidad a través de los siglos [son]: la libertad económica y la libertad política”, arguyendo que “la humanidad intenta libertarse de toda especie de gobierno y satisfacer sus necesidades de organización, mediante el libre acuerdo entre individuos y grupos que persigan los mismos fines”. Y el caso de Guayaquil es, para ello, paradigmático: ese amplísimo sector informal que elude sistemáticamente las ordenanzas municipales que prohíben su ejercicio.
Porque, como escribió Aparicio Caicedo, es el informal el real anarquista, el que no sólo que no exige privilegios, sino que se mantiene en un movimiento que ha de ser leído, ante todo, como negación de la coacción institucional y de los intentos de control (aunque tengo diferencias teóricas con varias premisas de su texto, comparto esa aversión por el Estado).
Y que los ha obligado a organizarse en determinadas situaciones, como en la recordada marcha del 10 de junio del 2008, que tuvo como resultado una represión brutal.
En lo cotidiano, son ese tipo de prácticas (no-estatales) las que devienen incidencia para el cambio en las ordenanzas municipales (retomando con lo que comencé este texto, ha obligado a matizar la intolerancia estética en zonas regeneradas). O, dicho de otro modo, se trata en general de prácticas no estatales que constriñen al Estado; aunque la respuesta para el caso del comercio minorista informal haya sido siempre mayor control y más operativos. En definitiva, acciones que, como lo hiciera un activista, hablan desde el sitio de lo impresentable con el efecto de darle al no-lugar un lugar.
Y necesariamente recuerdo (e insisto en) el documental “Guayaquil Informal”, dirigido por Ernesto Yturralde y Andrés Loor, en el que puede leerse, más allá de la condenable represión y del evidente fascismo municipal (argumentado también con precisión milimétrica por Xavier Flores), el carácter insurgente y contra-estatal de la actividad de los informales; es decir, puede leerse el contenido político que subyace en este fenómeno económico, y que se levanta como una actividad libre, como un momento de libertad: esto es, en última instancia, como un verdadero acto político.
Pensar el gesto “¡y a mí qué chucha!” del comerciante como bandera anárquica, negadora del Estado y creadora de tiempo y espacios para una necesaria re-definición de la política.