En la selva, las nubes caen como serpentinas vaporosas hacia los árboles. Vistas desde el cielo, parecería que las frondosas copas humean, como si de chimeneas gigantescas se tratase. El altímetro de la diminuta Cessna 206 en que volamos marca cuatro mil pies de altura. Desde la ventana del mosquito prehistórico de aluminio, la tierra no se ve tan distante. La selva es una repetición casi perpetua de un entramado vegetal que impide ver lo que sucede a ras de piso. Esa coraza arbórea solo se interrumpe por los ríos sinuosos que la perfilan, junto a los cuales suelen asentarse diminutas comunidades de pueblos amazónicos.
Junto con Verónica Potes, Ernesto Wisui, Pascual Wampiu Saant, Pablo Cozzaglio nos internamos hacia el centro-sur del Oriente ecuatoriano, en un vuelo apacible que dura cuarenta y cinco minutos desde Shell (llamada así por el campamento petrolero de la compañía estadounidense) hasta la pequeña comunidad achuar de Pakints.
Verónica es la abogada y filósofa guayaquileña que está escribiendo su tesis de PhD en la Universidad de Calgary, Canadá, cuya materia central es el Derecho como herramienta de vinculación entre el Estado y las comunidades amazónicas. Aprovecha su estadía de fin de año en el Ecuador para dar un taller sobre derecho a la consulta previa, libre e informada y los deberes correlativos del estado en Pakints. Como Verónica trabaja en su proyecto en coordinación con la Nacionalidad Achuar del Ecuador (NAE), Ernesto Wisui y Pascual Wampiu Saant, dirigentes de la organización que preside Germán Freire, nos acompañan.
Un par de horas antes, a las tres de la tarde, en el aeropuerto de Shell, Germán coordinaba con los pilotos nuestro despegue. El tráfico en la pequeña terminal es intenso. La única manera convencional de llegar a las comunidades diseminadas en el territorio achuar del Ecuador, que abarca grandes extensiones de las provincias de Morona Santiago y Pastaza, es por aire. La única otra manera es caminar durante varios días por la selva. Los achuar han luchado durante muchos años porque no existan carreteras que se internen en lo profundo de la selva porque saben que las vías de concreto arrastran sobre ellas un progreso del cual desconfían, con una desconfianza que parece estar fundamentada en razones mucho más firmes que las calzadas de las autopistas.
Habla con los pilotos con la autoridad que le da ser el presidente de la Nacionalidad Achuar del Ecuador. Germán está vestido con una camisa azul manga larga y pantalón de casimir negro, una corona ceremonial hecha de plumas de papagayo rojas y amarillas entrelazadas con una tira de fibra de cuero animal, el rostro marcado por símbolos trazados en tinta vegetal negra y un collar hecho de tagua en el que se lee “NAE – Presidente”.
Los pilotos le explican a Germán que salir hacia Pakints es imposible por las condiciones climáticas. Parece cierto. Desde que llegamos a Shell, la lluvia no ha cesado. A pesar que desde Pakints reportan buen tiempo, los pilotos insisten en que no es seguro salir. Germán les da la razón:
– Hoy también nos dijeron en la mañana en Charapacocha que el tiempo era bueno y casi nos matamos, nos dice justificándose con una sonrisa.
Después de haber pasado el día en Shell, Pablo y yo parecemos dos niños malcriados que no aceptan sensateces. Damos vueltas por la pequeña oficina, mientras en la computadora de los controladores aéreos dos pilotos se ríen viendo un vídeo en youtube. “La posmodernidad” atino a pensar, en medio de la preocupación de que se cumpla el augurio: si el tiempo no mejora hasta las cinco de la tarde, nos quedamos. Ésa es la posmodernidad: no poder viajar en avión porque el clima lo impide, pero mientras tanto ver como una argentina de culo empinado y tetas gentiles se empelota en un vídeo de internet.
Un cuarto para las cinco de la tarde el cielo se abre y el sol desenverga sus mantos de luz sobre la tierra húmeda, que crispa al primer toque cálido.
– Los de Pakints, dice el capitán, nos vamos.
Corremos apurados por el temor de que el cielo se cierre con la misma facilidad con que se despejó y, en medio de los apuros, las discusiones y los imprevistos; no sabemos en qué momento hemos dejado detrás los tirabuzones nubíferos y el mosquito diminuto (aún más diminuto frente a la inmensidad del bosque que se extiende hasta el infinito) gira tortuosamente en el aire y enfila hacia una pista de tierra achocolatada, a cuyos márgenes se ven los techos de las casas de los ochenta habitantes de Pakints, comunidad achuar fundada en los años sesenta y cuya extensión, según las escrituras otorgadas en el gobierno de Rodrigo Borja, abarca veintidós mil hectáreas.
Aterrizamos en la hermosa Pakints cerca de la seis de la tarde. Los niños que corretean junto a la avioneta que traquetea sobre la pista, se plantan junto a ella para recibirnos. La visita, consensuada con la comunidad y aprobada por la NAE, es recibida con alegría. A las comunidades del territorio achuar no se puede llegar sin esa autorización. Existe un celo comunal respecto de los forasteros que llegan sin previo aviso.
– El otro día, cuentaVerónica Potes – Llegó a Charapacocha un delegado del Ministerio del Ambiente. Cuando aterrizó le preguntaron qué buscaba. Dijo que venía a realizar una medición de suelo, pero el burócrata no traía consigo la notificación de la NAE que autorizaba su ingreso. No hubo manera de convencer a los achuar. Le ofrecieron un plato de comida y lo embarcaron en su avioneta de vuelta.
Es parte de la posición férrea de los achuar, que temen dos cosas, principalmente: la pérdida de las costumbres ancestrales de su pueblo y la explotación petrolera en esos territorios, que son su domicilio.
Al pie de la pista hay tres estructuras de casas “occidentales”. Tres galpones rectangulares con techos de zinc, con puertas, ventanas cubiertas con telas metálicas. En ellas funciona la escuela de la comunidad –donde durante ocho horas los niños aprenden matemáticas, español, achuar, historia, geografía, en detrimento de la educación en los conocimientos ancestrales de su pueblo– y una especie de centro de salud, de apariencia desvalida.
Son las tres edificaciones más feas de toda la comuna. Resultan totalmente ajenas a la belleza de las casas grandes y redondas donde viven los achuar de Pakints. La típica casa achuar está hecha de un techo alto de palma, algunas tienen paredes bajas y otras están al descubierto, enclavadas en las estribaciones de la selva, detrás de un muro de plantas que delimitan los espacios de la comunidad. A espaldas de la escuela hay una explanada amplísima, toda de tierra achocolatada y en la que hay dos arcos de fútbol y una cancha de volley. Detrás de él, otro edificio disímil: el centro comunitario. Es una especie de casa achuar, solo que le han puesto un techo de zinc, por puro facilismo. Hay varios troncos cortados a la mitad contra las paredes imaginarias del rectángulo grande. En la cabecera del espacio, hay una tarima con una mesa larga y, en su centro, dos sillas que miran hacia una banquina.
En ella nos sentamos, Pascual, Ernesto, Verónica y yo. Frente a nosotros se sientan el maestro de la escuela, Segundo, y el síndico de la comunidad, Ernesto. Al igual que la del profesor, la figura del síndico es otra de esas adecuaciones que el Estado ha hecho para imponerse de cierta forma en los territorios de las comunidades indígenas y que éstas han aceptado a cambio del reconocimiento de la propiedad de sus tierras mediante la ficción de las escrituras públicas otorgadas en los tempranos noventas. Es una ficción porque para los achuar la selva les pertenece entera, toda. Han debido asimilar apenas una parcela de ella como legítimamente suya, después de que tuviesen que abandonar la vida nómada a mediados del siglo veinte, cuando la explotación maderera, cauchera (y luego la petrolera) comenzó a devorárseles el territorio.
A diferencia de lo que muchos pueden pensar, los pueblos nómadas tienen una relación mucho más profunda con la tierra que los pueblos sedentarios que no está basada, como en estos últimos, en un sentido unitario de propiedad, sino en la relación de beneficio con ella. No es que tengan una conciencia ecológica, sino algo mucho más simple: sentido de pertenencia. Los pueblos nómadas no se desplazan de manera errática, por el contrario, su movimiento es sistemático y predecible. Podría decirse que suelen estar en el lugar correcto en el momento correcto.
Cuando las industrias del “progreso” y la “civilización” comenzaron a invadir el territorio que habitan estos pueblos hasta entonces no contactados, el espacio en que circulaban los diferentes clanes se redujo. Esa reducción trajo, además, mucha más violencia entre ellos. Igual que en el mundo occidental, para los achuar la guerra era una forma de resolución de conflictos. No era extraño que se dieran sangrientos enfrentamientos entre clanes: venganzas por muertes, rapto de mujeres, ajustes de cuentas por trabajos de shamanes. Con el apremio de las industrias que venían desde fuera, la cercanía entre los clanes agudizó la violencia. Fue el punto culminante de un tiempo que se conoce como la “época de las guerras” y que mermó la población achuar en territorio ecuatoriano de ocho mil personas a una cuarta parte.
Los caciques se dieron cuenta de que la violencia iba a exterminarlos. Además, el advenimiento de los misioneros cristianos introdujo nuevas ideas: la vida en comunidad, un régimen moral donde el bien y el mal trazaban una línea bastante clara que, aunque poco lógica en la selva, llevaba a un castigo eterno y la sacralización de la vida como el bien supremo, llevó a que los achuar terminasen por asentarse en comunas. Así también había nacido Pakints.
Ataviado con un collar de tagua y un cintillo con los colores del arco iris cuyos extremos le caen sobre los hombros, el síndico empieza una conversación cantada, como un salmo gutural y atávico. Pascual y Ernesto le corresponden y, a veces, los hombres sentados alrededor ríen. Las mujeres se limitan a pasar la chicha que bebemos.
Transcurren unos treinta minutos de intercambio juglaresco, festivo. Al finalizar, le pregunto a Ernesto qué dijeron:
– Bienvenidos – me contesta.
Nos avisan que dormiremos en la escuela. Esta noche hay un brindis, por el fin del trimestre escolar. El profesor es el agasajado, pero ya que hay forasteros de visita, la celebración servirá como una suerte de bienvenida. La comunidad recibe con agrado estas visitas, siempre que vengan aprobadas por la NAE–. Esa noche cenamos guanta en caldo con yuca y papa china, sazonada con sal picante (que, en realidad, es un ají molido) antes de que empiece la fiesta.
Para estas celebraciones, la comunidad hace el esfuerzo de comprar un poco de combustible para el generador de electricidad que tienen en el centro comunal. Lo utilizan para darle energía a los dos focos que coronan el techo de zinc pelado (que hace un ruido estruendoso cuando llueve) y para conectar el reproductor de cedés. Esos dos focos, el equipo de música, los dos discos que tienen, seis cucharas de aluminio, el panel solar que alimenta la batería de carro, que a su vez permite que la radio de transistores funcione es todo el menaje occidental que hay Pakints.
Las fiestas achuar siempre comienzan con la intervención de uno de los hombres mayores, por lo general el síndico. Nos habla en achuar y nos da la bienvenida. Ernesto y Pascual contestan y Verónica, Pablo y yo agradecemos en nuestra lengua de extranjeros. Me siento abrumado por la inmensidad de la selva y la oscuridad de la noche pero hay algo más que me golpea en el pecho. Sentado sobre los troncos del centro comunal, trato de descifrar qué es.
Mientras tanto, las mujeres de la comunidad se acercan y nos ofrecen chicha. No nos hablan, solo nos presentan el pinink y bebemos uno, dos, tres, cuatro sorbos.
– Mákete, agradezco.
Una de las mujeres me presenta el pinink para que beba. Doy dos sorbos e intento alejar la bebida. Ella insiste. Inclina el tazón preciosista que tiene una anaconda gravada. Así cuatro o cinco veces. Verónica me había explicado que podía decir Mákete, tutuarje, para decir que “gracias, estoy lleno” pero no lo hago. Simplemente obedezco y me empujo toda la chicha que me ofrece. No es cordialidad, ni timidez, ni temor. Simplemente me la bebo porque la tengo delante.
Entiendo, al fin, qué es esa otra cosa que me anuda el corazón: el extraño soy yo.
Estoy en un mundo que no comprendo, en el que los que hemos dado por sentado siempre agachan la cabeza la llevan levantada; veintidós mil hectáreas (sumada la inmensidad de la selva) en las cuales los que suelen estar en desventaja, me miran desde el terreno alto. Bastaría que me quiten la linterna de cabeza que llevo y me aflojen apenas a veinte metros de la escuela para caer en desesperación. En la profunda oscuridad de la selva, cuyo rumor hechizante llama, como un canto de sirena, mi angustia es clara: había bastado un vuelo de cuarenta y cinco minutos para que mucho de lo aprendido, de lo leído, de lo escuchado y sentido, no sirviese para un carajo. Estoy sentado frente a una comunidad que debe sentir lo mismo cuando sale hacia la ciudad, cuando llegan las petroleras con ofrecimientos de riquezas inconmensurables, cuando aparecen funcionarios ministeriales sin previo aviso. La única diferencia es que ellos no me quieren convencer de qué es lo mejor para mí o cómo pasar estos días con ellos me iba a convertir en mejor persona. Lo único que quieren es ofrecerme un poco de chicha, que acepte bailar la música de Sandro, el Galán de la Amazonía, y que me sienta lo mejor atendido posible.
Es casi la medianoche. Me despido para irme a dormir en la carpa que hemos montado dentro del cuarto de la escuela, porque algunas telas metálicas están rotas. Caigo dormido en intervalos, estoy incómodo y pendiente de los animales de la selva. De repente, me levanto dando manotones como un poseso, porque algo me camina por la espalda: una cucaracha del porte de un grano de arroz ha logrado que casi desbarate la carpa y que Pablo piense que lo que había dentro es una serpiente venenosa.
Tal era el estado de mi fragilidad.
Es sábado, la mañana está nublada y algo fría. A las ocho, Ernesto, el síndico, entra a utilizar la radio. Vio que el tiempo era bueno y así lo reporta. El sistema radial es vital para las comunidades que viven en territorio achuar. Sin él sería imposible, por ejemplo, pedir avionetas de socorro para enfermos o picados de serpiente. En Pakints se supone hay suero antiofídico, aunque nunca me quedó claro. Cuando pregunté, me dijeron “sí, creo”, como si fuese un problema menor y a mi me iba la vida en ello ¿De qué servía habernos vacunado contra el sarampión y la rabia humana un poco antes de salir si nos picaba una culebra? Las avionetas en Pakints solo aterrizan con luz del día, ¿y si me pica de noche? le pregunto a Verónica.
– Te jodiste, me dice sin verme y sigue caminando, pues vamos a desayunar.
Comemos el mismo caldo, pero esta vez con una presa de gallina criolla. Verónica ha convocado el taller para las nueve de la mañana y, puntuales, los miembros de la comunidad se sientan en los troncos del centro comunitario. En medio del local han puesto un pizarrón de tiza líquida sobre los bancos ceremoniales, desmitificándolos de golpe para quedar simples como soportes de pizarra.
Esta mañana Yakum está sentado entre los hombres que se han reunido para escuchar el taller sobre derecho a la consulta previa, libre e informada y los deberes correlativos del Estado.
Yakum es uno de los dos fundadores de Pakints. El otro, su primo, ya falleció. Llegaron a mediados de los sesenta y se asentaron en este recodo de la selva. Tiene un collar fino que le cruza el pecho, en equis, formando un peto invisible que le da un aura de superioridad. Lleva el rostro pintado y su expresión es severa. Siempre está observándolo todo.
Los talleres que dicta Verónica son trascendentales para los achuar. Saben que conocer el sistema legal que rige al Ecuador es vital para no correr la misma suerte con la que corrió el norte del Oriente: la devastación, la división, la miseria, la corrupción y la pérdida del modo de vida, las costumbres ancestrales a cambio de una camioneta, unas balas y algo de coca cola.
Es un problema complejo. Para Germán Freire, sin embargo, la posición es inequívoca: ni un milímetro de su tierra debe ser perforada. Dice que a los achuar nadie les ha consultado, aunque se rumora que el gobierno tiene ya todo el centro-sur del Oriente ecuatoriano mapeado.
Yakum nos dijo lo mismo, en una línea que Ernesto Wisui tradujo:
– No a la explotación petrolera.
Durante el taller, los achuar tienen la Constitución del dos mil ocho en la mano. Saben que ahí está su arma de defensa contra esa explotación a la que, por lo menos por su testimonio, no accederán. La discusión es intensa. La relación entre la preservación de las costumbres ancestrales y de su espacio parece ser un punto de convergencia entre las herramientas del Estado moderno y el modo de vida achuar.
Hay, de todas formas, ciertas inconsistencias. Los achuar han entendido el valor de la tierra, de la propiedad, conforme el mundo occidental. Desde que se titularizó Pakints y se definieron sus linderos, los más ancianos han repartido esa tierra en parcelas para cada una de las familias que habitan la comunidad. No es una repartición equitativa, sino que los mayores han reservado para ellos los espacios más grandes. Su decisión está legitimada según su manera de ver y entender el mundo, pero la realidad es que, en algún momento, la pequeña aldea crecerá y el espacio comenzará a ser un problema. Los materiales ya empiezan a escasear: la chonta, la palma para los techos, inclusive los animales de los que se alimentan han mermado. No es sólo un factor exógeno; pero, sin duda, la interacción con “occidente” agrava el asunto. Desde que se reemplazó la bodoquera por la carabina, cazar es más fácil, por ejemplo, conllevando una mayor depredación de las especies.
Una de las cosas positivas de los ¿pakintsinos? es que el dinero circula poco. Es positivo porque persiste aun la regla general de que todo se toma de la tierra, se devuelve a ella y que el intercambio por dólares es tan excepcional como inútil. Es positivo, además, porque a pesar de que los achuar conocen el concepto del dinero claramente, no los ha ensimismado. Si fuese así, hace mucho hubiesen aceptado a cambio de él, el “progreso” con el que petroleras y entes estatales los seducen. Segundo, el profesor de la escuela, me lo dijo con claridad:
– Dicen que el petróleo nos hará ricos, ¿ricos? Ricas se hacen las petroleras, nada más.
Más allá del tema de la devastación, los achuar no entienden una ficción legal: que todo lo que está debajo de la tierra no les pertenece, sino al Estado. Vaya locura, dijo Yakum. Y agregó:
– Uno es uno solo con la tierra, no importa si está sobre, por encima o por debajo de ella.
Esa idea no los aterra, los rebela. El pueblo achuar es un pueblo de guerreros y se levantará en pie de lucha, de ser necesario.
– Pero no creo que pase, me dice Ernesto, el amable síndico – Además, sería como la guerra con el Perú. Pobrecitos peruanos. Esos soldados eran jóvenes que no conocían la selva. Caían como las gallinitas cuando se les tira maíz.
Esta vez está claro que las bodoqueras no serán las armas de la lucha. Serán las herramientas previstas en la Constitución de Montecristi las que se apunten hacia los aparatos estatales y corporativos que pretendan perforar, de cualquier manera, esta selva intangible. Durante la conversación que se genera entre los comuneros en el taller que dicta Verónica, ellos hablan en achuar y Pascual o Ernesto traducen. Hay una palabra que repite incesantemente uno de los hombres presentes: iteté, iteté. La comunidad sabe del proyecto ITT. Los achuar quieren el mismo tratamiento que el del parque Yasuní para sus tierras. Germán Freire lo deja claro:
– Entre la selva del ITT, que es un gran proyecto del gobierno nacional, y nuestras tierras, no hay ninguna diferencia. Nos merecemos el mismo trato. El petróleo debe quedarse bajo tierra.
Germán habla siempre con suficiencia. Se mueve por Shell con las destrezas de un occidental y, a veces, parece que los achuar utilizan ese comodín: a veces insistir en su raigambre cultural y, otras, cuando es más conveniente, adaptarse a los convencionalismos de la (pos)modernidad.
Cuando le pregunto a Germán cuáles han sido los errores de la Nación Achuar, si el contacto con occidente no ha desfigurado para siempre su forma de vivir, su respuesta es contundente:
– Tomamos lo bueno de Occidente. Queremos el internet, el conocimiento y las computadoras. El problema está en no dejarnos atrapar por las cosas malas.
– Está bien, Germán, le respondo – pero algo malo debe haber en todo esto. Y alguna alternativa a la explotación petrolera, ¿qué proponen?
Germán aboga por una “iniciativa ITT” para todos. Que el mundo le pague al Ecuador por no sacar el petróleo de debajo de sus pies. Apuestan, además, por un programa de turismo. “Como Kapawi”, me dice. Efectivamente, Kapawi Ecolodge es una resort enclavado en la comunidad del mismo nombre, ligeramente más al sur y casi sobre la frontera del Ecuador con el Perú. Es un resort de lujo ecofriendly en el medio de la selva.
El conflicto personal comienza en ese instante. Uno empieza a preguntarse si es legítimo que venga el Estado y las petroleras y saquen a esta gente de sus casas (como si mañana alguien descubriese petróleo en Guayaquil y desalojasen a sus habitantes) y se lleven por delante todo cuanto han conocido, querido, entendido. Luego uno se pregunta por esa ficción ¿y el país? ¿El país? ¡Qué carajo es el país! Vaya ficciones de mierda que lo ponen a uno a divagar por caminos sinuosos, dejando de lado la realidad. La realidad es ésa. Esa selva que a las once de la mañana levanta un zumbido ancestral, que llama, que invita a internarse.
– Parece el llamado de Arutam, le digo a Renato. El guerrero achuar, de unos cuarenta y cinco años ríe, consciente de que hablo pendejadas:
– Es el sonido de las hormigas, dice condescendiente – ¿seguro vas a poder caminar por la selva?
Después del almuerzo, que se ha servido sobre un hermoso mantel de hojas de plátano, vamos a internarnos en la selva profunda. La pregunta de Renato me desanima, pero no lo suficiente. Le digo que sí, mientras sudo fastidiado.
Pablo monta sus cámaras al hombro y salimos. Este es el turismo que ellos quieren para reemplazar la explotación petrolera. Vamos a caminar por los senderos que ellos recorren cuando van de comunidad en comunidad, a veces a cuarenta y cinco minutos de caminata, a veces a dos, tres días. Las trochas están abiertas, pero se van angostando a medida que uno se adentra en la selva. Ha llovido mucho y el camino es fangoso.
La caminata se supone durará dos horas (en la que me enterraré en un pantano, me romperé la camisa, me rasmillaré los brazos, me caeré a un riachuelo y casi me partiré la madre), vamos a ir hasta el río a pescar. Un río al que jamás llegaremos porque estoy demasiado magullado y cansado como para seguir. Renato dice que, más adelante, hay más monte. “¿Más monte?” pienso “Pero si esto no es ningún camino, es un montón de ramas que uno va pisando”.
El conocimiento de la selva de Renato es impresionante. Cuando le pregunté cuál era su nombre en achuar me dice “Peas”. “¿Qué significa?”, repregunto. “Es un pajarito, ¿quieres verlo?” Se pone las manos sobre la boca y silba. Un par de segundos después un pajarito diminuto cruza por encima nuestro. Lo señala y sonríe: “Peas”.
Desbroza ramas con su machete nuevo y nos advierte “cuidado esa planta, pica”. Ve pasar un insecto volador, de rayas negras y anaranjadas. Lo espanta.
– ¿Pica? pregunta Pablo.
– No. Pero si te orina el ojo te lo revienta.
– Ah, menos mal que no pica, sonríe el editor gráfico de GkillCity.
El cielo se está encapotando cuando ya vamos de regreso. Peas me ha hecho un bastón para que camine con algo de ayuda por sobre troncos, junto a pantanos y plantas que causan urticaria. Tengo lodo hasta las cejas, la ropa que cargo puesta no sirve ya para nada. Vamos regresando hacia Pakints, donde Verónica sigue dando su taller.
Ahí, la discusión es interesante. Ernesto, el síndico, le explica a Verónica que para preservar las costumbres ancestrales en Pakints se ha dispuesto que todo el mundo lleve el pelo largo.
– ¿Y si no? cuestiona Mujer Guerrera, como apodan a la “doctora Verónica”.
– Si no, castigo verbal y si no cumple, ayuno tres días afirma serio el síndico.
Pascual, uno de los funcionarios de la NAE que ha viajado con nosotros interrumpe. Pascual lleva el pelo corto, con raya a un lado y engominado, es un tipo joven, quizá unos treinta y cinco años. Habla con vehemencia durante unos minutos. Cuando traduce, nos explica que ha dicho que tener el pelo largo no significa respetar la costumbre achuar.
– Yo soy achuar. Conozco nuestra historia, hablo nuestro idioma, conservo nuestras tradiciones y creencias. No necesito tener pelo largo para distinguirme como achuar.
Una divergencia que parece universal: la brecha generacional. De todos modos, los jóvenes en Pakints llevan todos melenas largas. Es una que se mantiene bastante aséptica de la influencia foránea, muy ordenada y limpia. No hay mosquitos, por ejemplo, que son una señal de insalubridad. Tampoco hubo casos de rabia humana, peste que cobró la vida de once achuar en la comunidad de Wuampuik.
La epidemia de rabia humana, sin embargo, conforme el rumor que corre y que Yakum ratifica, no es producto de insalubridad, ni de la picadura de los murciélagos. Es un trabajo ordenado a dos chamanes, pedido por cinco personas, a quienes están buscando para que se hagan cargo del mal causado.
– Durante años, dice Yakum, los murciélagos han mordido a la gente. Pero nunca antes murió nadie por eso. Esto no es rabia humana. La mordedura de los murciélagos es sólo un medio.
Por su parte, Germán Freire lo desmiente categóricamente:
– Esto no se trata de shamanismo. Esto es una enfermedad que debe ser tratada por la medicina occidental, pues nuestra medicina no puede tratarla. No hay ningún trabajo, ni nada de esas cosas. La gente debe tratarse con médicos.
Pedirle a los achuar que dejen estas creencias (a pesar de la corrección política y administrativa de Freire) es como pedirle a los católicos que dejen de creer que Dios es un personaje que vive por encima del tiempo-espacio, pero que está hecho de tres personas, de los cuales uno es su hijo, al que mandó a crucificar para salvar a la humanidad del pecado original y el tercero tiene forma de paloma.
El sistema de valores y creencias de los achuar guarda íntima relación con la selva. En ella vive Arutam, que es el espíritu de la selva y que está hecho de los antepasados muertos. Cuando adolescentes, a los achuar los envían tres días a ayunar en la selva. Deben hacerse una cabañita y beber de la savia del árbol de tabaco, que es alucinógena. En sueños, Arutam se les presenta y les hace una manifestación personal.
– ¿Arutam es dios? pregunto, refiriéndome a la deidad judeo-cristiana.
– No, dios es dios y Arutam es Arutam, me responden, en diferentes momentos, Renato y Yakum.
No hay una prevalencia de una deidad sobre otra, ni esa homologación cuasi racional que se suele hacer, como si el universo no fuese lo suficientemente gigante para más de un dios ¡Vaya vanidades de los seres humanos!
Da la impresión de que para los achuar, Yahvé y Arutam son divinidades de diferentes jurisdicciones. Como cuando uno ve la Copa Libertadores y a veces juegan el campeón de Brasil, con el de Venezuela e, inclusive, con el de tierras tan lejanas como México. Claro, Arutam vive en la selva y lo han visto. Yo, en cambio, no conozco ningún cristiano que haya visto a su dios en persona, ni he escuchado que éste les dé mensajes personalizados a cada uno.
No estoy diciendo que el uno exista y que el otro no, solo apunto una diferencia sustancial que vuelve a Arutam más cercano y asible que el Todopoderoso de barbas blancas que habita en el cielo.
La noche va cayendo y es hora de cenar. La dosis es la misma: caldo, gallina criolla y mucho choclo, yuca y papa china. Después, esta vez sí con los invitados como homenajeados, otra fiestita. Y otra vez Sandro el Galán de la Amazonía con sus mismas canciones. Verónica y yo ya nos las hemos aprendido y cantamos divertidos “Quiero volver a ser soltero”, que es la versión en tecnofolk amazónico de la canción cauchosa de los Intrépidos.
Como nos hemos ganado un poco la confianza de la gente de la comunidad, ya se nos acercan y nos piden fotos. Incluso Peas se ha aventurado a tomarlas él mismo. Tiene buena mano, me parece. El síndico me invita a bailar con su esposa. Sigo bebiendo chicha Mákete, mákete.
La fiesta se extiende hasta la medianoche.
Nos vamos a dormir y esta vez no hay cucaracha ni serpiente que me desvele. Después de hacer ciertos apuntes para esta crónica, caigo dormido hasta las cuatro de la mañana, cuando nos levantamos para ir a casa de Renato, donde vive con sus once hijos y única esposa.
– ¿Solo una? le pregunta Pablo
– Solo unita, contesta el guerrero Achuar.
Es común entre los achuar tener más de una mujer, tantas como puedan mantener, pero Renato parece un tipo al que no le gustan las complicaciones. Se ha levantado una hora más temprano que nosotros. Su expresión es de una ferocidad sosegada. La pintura roja sobre su rostro le recuerda al mundo que es un hombre al que Arutam le dio el poder de matar.
La casa es amplia. Hay dos fogones encendidos. La guayusa está preparada. Renato ya ha tomado la infusión y ha vomitado, un ritual que repiten todas las mañanas los achuar. Pablo prueba apenas, yo pienso en mis alergias y me refreno.
Los hijos se van despertando también.
– ¿El más pequeño, también es suyo? pregunta Pablo.
– No, es mi nieto.
– ¿De su hijo mayor?
– No, de ella. De mi hija, dice señalando a una joven de unos dieciocho años.
Enseguida nos cuenta Peas que su hija se fue a Pumpuentsa a estudiar y que allá se enamoró de un shuar, con quien concibió al nene. El que vendría a ser su yerno, llegó hasta Pakints a decirle que quería llevarse a su hija para que sea su mujer. Renato lo confrontó. No podía permitir que su hija se fuese con un extraño, de otra nacionalidad, con costumbres y maneras diferentes. Así que le dio su respuesta terminante: el niño y la madre se quedarían a vivir con él en Pakints y el joven shuar debía regresar por donde vino.
– De eso ya unos cuatro años, dice Renato, sonriendo entre satisfecho y avergonzado.
Amanece y el cielo se pinta de colores fulgurantes, el murmullo de las decenas de cuyes que crían en una esquina de la casa aumenta y la niebla que gobernaba la noche se disipa. Es el día en el que el mosquito de aluminio prehistórico nos recogerá de vuelta.
Nos despedimos de la gente de Pakints entre abrazos y promesas de volver, lo que esperamos hacer en agosto. La gente está contenta con la visita y hasta las mujeres, reservadas y sigilosas, se animan a decir algo: están molestas porque creen que las hemos fotografiado poco. Pablo, que es un tipo querendón y de corazón noble, no da explicaciones, sino que les dedica una buena parte de la mañana para ser fotografiadas. Al final del día, para nosotros es todo ganancia.
Cerca de la una de la tarde, la misma Cessna 206 que nos trajo desde Shell nos va a llevar de vuelta. Hacemos de la mano desde la ventana.
El pajarito de acero se eleva, Pablo le pide al capitán que gire para fotografiar Pakints desde el aire. Cuando enrumbamos hacia Shell, nos agarra una tormenta despiadada. La avioneta es un papel en el aire, hace frío porque subimos hasta casi siete mil pies buscando eludir la borrasca. Las gotas de lluvia caen como pedradas sobre el parabrisas.
Caemos en baches invisibles y un viento de cola nos empuja de un lado para otro. Los efectos de la guayusa que Pablo no vomitó empiezan a marearlo. Me miro con Pascual asustado por los remezones constantes y porque la aguja del altímetro gira incesante, indicando que cada vez volamos más alto.
– La puta madre, pienso. Haber visto tantas cosas y caerme en media selva.
Trato de hacer una broma tonta y digo “Arutam, sácanos de ésta”. Todos los demás ríen, algo nerviosos, menos Pablo, vencido por las náuseas.
Muy cerca de Shell, la tormenta se calma y empezamos a descender. El capitán regresa a vernos, sonriendo.
– No hay nada que hacer, capitán, le digo, dándole una palmada en el hombro. Todos los dioses tienen el mismo sentido del humor.
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