“Nosotros somos turistas, ellos son los migrantes”
Prometeo Deportado
Inmigrante: adj. y com. [Persona] que llega a un país distinto del propio para establecerse en él: Ej inmigrantes ilegales
Real Academia de la Lengua Española
Para Paco Fernández-Buey, uno de tantos maestros

 

Yo, turista

La primera vez que pisé la terminal T4 del aeropuerto de Barajas, en Madrid, fue el 10 de octubre de 2006. Viajé durante 11 horas en un vuelo de Iberia clase turista, que aterrizaría a las 11 de la noche en la ciudad de destino; recuerdo que casi todos los aeromozos eran viejos y que aquella vez compartí fila con al menos 10 niños de acento andino que con prisa se paseaban por los pasillos del avión para cambiar de asiento entre ellos una y otra vez.

No tengo grabado ningún rostro en particular pero sí la sensación de que ninguno pasaría de los 12 o 13 años. Tampoco sé si eran primos, hermanos algunos o vecinos todos, pero su actitud era la de conocerse de toda la vida; para tolerar el encierro ingeniaron juegos: primero con las manos, luego adivinanzas y más adelante se dividieron entre hombres y mujeres al menos tres veces. Poco a poco se reagruparon en los asientos originalmente asignados y finalmente, luego de jugar, reírse, hacerse trenzas las niñas y rezar, se quedaron dormidos. La azafata responsable –viajaban sin la compañía de un adulto- les pidió silencio de forma contundente varias veces y luego ella misma fue quien se encargó de despertarlos sin ternura poco antes de aterrizar. Comenzaron a escucharse nuevamente sus voces articulando veintenas de preguntas, sus risas tímidas hacían eco en el ambiente seco de la cabina y sus nervios estaban ahí. A flor de piel, como dicen.

Una pasajera chilena le preguntó sin discreción al auxiliar si es que esa era una situación frecuente. “Cada vez llegan más, todos reagrupados”, le contestó el hombre y agregó con sus marcadas zetas: “Y vaya que son bulliciosos”. “Hay que poner más controles”, dijo ella. “A Chile también llegan muchos”, remató.

Por aquella época yo era más joven y guardaba mucho menos que hoy la compostura. Les recordé a ambos, empleado de Iberia y pasajera, que los procesos migratorios no son una casualidad sino un resultado y una decisión a final de cuentas. Y que bastaba con revisar el número de exiliados de España a América y de Chile a Europa durante las dictaduras de Franco y Pinochet, respectivamente. Admito que fue una respuesta simplista a una idiosincrasia compleja, pero eran segundos valiosos y le lengua se me disparó por esa vía.

Lo siguiente que sucedió en ese viaje fueron encuentros con amigos queridos como Daniela, que por esos años era una estudiante pobre y con estilo residente en la loma más alta de Peruggia. O como Olja, quien me mostró el discurso simbólico de Amsterdam como ciudad, me prestó su sofá y su gato durante 4 noches y pagó mi ticket de bus rumbo a París. Un bus que cargaba con africanos, hindúes, holandeses y conmigo.

Gilda, estudiante

Aeropuerto Internacional Simón Bolívar de Guayaquil, 8 de noviembre de 2009. Me despedí de todos los personajes recurrentes en mi vida pensando que dentro de poco nos volveríamos a ver, que la universidad extranjera sería una escuela para poner en entredicho todas mis posturas. Digo que me fui segura de que el puerto necesita que la gente no se ausente para siempre; tomé ese avión convencida de que tenemos una obligación con el Ecuador imaginario que deseamos, entendiendo que para construirlo y volverlo real es imperativo volver. Más de una vez dije que hacerlo es una responsabilidad, porque si todos se van y nadie se queda entonces, ¿quién se encarga?

Eres estudiante. Vives en otra ciudad pero no te vas del todo, la academia no te deja migrar sino que, al contrario, construye una barrera que te protege. Haces largas filas en la Delegación del Gobierno como todos los extranjeros pero no existe en ti la incertidumbre del día siguiente, el miedo por el papel que no existe o la satisfacción extraña de que tu nacionalidad ahora corresponda a otra con la que puedas transitar libremente en todas las fronteras. Las bibliotecas te permiten afilar el olfato curioso pero no te endurecen; intuyes la vulnerabilidad de ser migrante pero no la vives; teorizas, tomas unas cervezas y debates. Deconstruyes el mundo, te ubicas en la posición de reinterpretar a los movimientos humanos a través de una tesis, analizas el discurso mediático que intenta representar a los que llegan, escoges una teoría sobre la cual trabajar pero no eres uno de ellos. Y no lo eres porque no has tenido que esconderte, ni reagrupar a tus hijos, ni delinquir, ni demostrar qué haces, o temerle a los CIE o enviar remesas.

Sujeto en tránsito: inmigrante o ciudadano

Un día te despiertas y eres migrante: Abres lo diarios y estás ahí como una cifra que no dice nada de quién eres. En los espacios dedicados al tema hay ausencias de voces mestizas, africanas o asiáticas; en todas siempre existe un otro –europeo para más señas- que habla por ti y que te describe según su propio imaginario. Y en esos discursos tan maniqueos nadie dice que para convertirte en un inmigrante recorres un camino geográfico y otro simbólico, ni dicen que para serlo has vivido un proceso que surgió desde la intimidad. Nadie menciona que llegaste con un pasaje con fecha de retorno pero que un día te observaste pensando “yo volver, ¿y para qué?”. Los medios te recrean desde la colectividad y anulan al sujeto porque hablar de la masa siempre ha sido más sencillo.

La prensa olvida que no existe la inmigración, sino los emigrados. Somos esa gente que se va porque no sabe estar quieta, porque nuestra circunstancia -sea cual sea- nos exige movimiento y en ese sentido vale la pena preguntarse si es que quienes se han montado la tarea de retratar esas diásporas son capaces de describir los exilios desde sus particularidades y no desde los supuestos.

Yo no llegué migrante sino que me convertí en una: me despierto cada mañana a buscar trabajo en un país del que todos anuncian su descalabro, un sitio en donde los periodistas somos cada vez menos y menos necesarios. Y claro que hay días tristísimos en los que la idea del retorno, el río y un absurdo sentido del deber me llaman, son días en los que la nostalgia me aplasta pero luego me descubro más de aquí que nunca y pienso en esa apropiación del espacio en donde Barcelona es cada vez más mía. Y una vez más decido quedarme e intentarlo. Lo hago por motivos que no entran en una estadística: Yo quiero que sea esta y no otra mi casa porque aprendo de su espíritu anarco y barriobajero, porque celebro ese taranná catalán que me otorgó las herramientas que abrieron paso a la reconstrucción identitaria.

Soy parte de esos ecuatorianos que viven entre el espacio real y un territorio nuevo creado por recuerdos, soy parte de esos que construyen una suerte de tercera patria en la mitad del océano y que a partir de esa nueva raíz gestamos, escribimos y tomamos distancias con los conceptos caducos de nacionalidad.

-¿Y tú, por qué migraste?, le pregunto a mi marido esta mañana.

-Porque aquí soy libre más en serio, aunque me pierda los matrimonios de mis amigos, el nacimiento de mis sobrinos y todos los cumpleaños de mis padres, me dijo.

Fotos: Pablo Cozzaglio, GkillCity.com