Le robamos el mayor tiempo posible a la mañana para poder dormir; nos duchamos, vestimos, desayunamos y peinamos apurados para salir corriendo al auto; es una mañana cualquiera en Quito, con el tiempo calculado para llegar con las justas a donde tengamos que ir, normalmente el trabajo. Son los minutos chicle, los de 70 segundos, esos que nos permiten hacer todo cronométricamente, pero haciéndolos estirar un poquito; la más mínima falla en este ciclo perfecto, causará un inevitable rompimiento del chicle, es decir, un retraso.

La expresión “manejar como locos” cobra sentido cuando el tiempo es ajustado, los autos se transforman en gabinetes de belleza: las mujeres se maquillan, los hombres se afeitan y se ponen corbatas; ambos se peinan, se ven los granitos, se ponen cremas. Sincronía perfecta de movimientos, hasta que en medio de uno de estos procesos exactos, se divisa entre el retrovisor y el parabrisas la figura de un señor policía, ratificada por el grito desesperado de nuestro Dios Cronos interior: ¡Uuuuuuu… Chapa!

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El tiempo se rompe como reloj antiguo, sus resortes destrozan el vidrio y sus puntas se balancean un rato entre los pedazos del minutero y el segundero. La acumulación de autos empieza, los velocímetros patrocinados por los “minutos chicle” descienden hasta marcar cero; inconscientemente se asocia policía con demora.

¿Para qué hay policías dirigiendo los autos si hay señales de tránsito? ¿Poner un policía bajo un semáforo no es redundancia? ¿Poner un policía, un semáforo y un cono? ¿Por qué mejor el policía no señala el semáforo mientras usa el cono como sombrero? Quizá se ganan unas moneditas, que las podrían invertir en un mejor sistema de transporte público.

Siempre me he preguntado por qué el tránsito sin policías es más fluido; por qué la simple señalización es más efectiva que el criterio de un ser humano que puede captar las necesidades de circulación de los autos en ese momento. ¿Será que la gente enojada maneja más lento? Quizá estamos subestimando al segundo que el piloto se toma para “mirar mal” al policía al pasar a su lado, y éste tenga un efecto acumulativo que puede llegar a generar horas de estancamiento. El silbato es el arma de defensa del policía, a cada mirada mala responde pitando, por alguna razón cree que el sonido que emite acelera el flujo vehicular, desgastan sus pulmones para aseverar que el semáforo está en verde, reafirman el trabajo del letrero del “PARE”.

El resultado de encontrarse con un policía de tránsito, casi siempre es llegar atrasados al trabajo y enojados por la frustración. ¿Por qué llamamos “chapas” a los oficiales? Fácil, porque nos abren muchas puertas: La del desempleo, la del gastroenterólogo, la del psiquiatra, la del curso de manejo de la ira, la del patrullero, la de la celda.

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Fotos: Pablo Cozzaglio